lunes, 13 de octubre de 2014

La burra con GPS y otros avíos de comer


LA BURRA CON GPS Y OTROS AVÍOS DE COMER

José Joaquín Rodríguez Lara
Mérida, Editora Regional, Col Vincapervinca, 2014, 134 págs.

   Nacido en Barcarrota en 1956, José Joaquín Rodríguez Lara, licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, ha dedicado su vida profesional al periodismo, pero también ha cultivado la creación literaria. Su primera obra, publicada por la IC Pedro de Valencia, fue un libro de poemas, La tierra al fondo (1980). Al año siguiente consiguió el premio “Felipe Trigo” de narración corta en su primera convocatoria con El Conchito, al que siguió otro relato, La casa al borde del camino que lograría el premio “Cuentos Lena”. En diciembre de 2005 apareció su primera novela, Gayola. Ahora, la Editora Regional de Extremadura publica La burra con GPS y otros avíos de comer, una compilación de textos a caballo entre varios géneros (el poema, el microrrelato, el texto periodístico) que aúnan el ejercicio de la memoria, el ingenio, el humor y la felicidad verbal. Reproducimos una de las composiciones.

LA PARTIDA

   Hay galgos en la linde azul del cielo. Los he visto corretear y hacer cabriolas, nerviosos e  impacientes, como si acabasen de dejar atrás las traíllas. El Mantés, la Coralia, la Campera, la Singa, la Ligera, Cástor, Póllux, Camuñas… Estaban todos los que recuerdo y otros que no he logrado reconocer. Dispuesto el timón, firmes las patas, fibroso el cuello, los ojos vivísimos, afiladas las intenciones, atentas las orejas y el lomo fuerte y curvado, sosteniendo la alta bóveda que ampara a las nubes en barbecho.
   Un poco más allá, en el escalón de una loma canosa, esperaba el galguero. Enteco, cargado con la buzarca de lona y un garrote atravesado a la espalda, sostenido por las articulaciones de ambos codos. Los galgos le ponían las uñas en el pecho, le lamían las manos y la cara, pero él no se inmutó. Estaba clavado en el paisaje. Parecía un tronco seco que esperase sin esperanza. O quizá no; tal vez tenía la certeza de que no le harían esperar y por eso no mostraba signo de impaciencia.
   En estas divagaciones me andaba yo, sin darme cuenta de que la comitiva fúnebre había cruzado la carretera de La Albuera y desfilábamos ya por la avenida del cementerio de Valverde de Leganés. El sendero estaba alfombrado de lágrimas, de cuchicheos y de silencios que avanzaban lentamente hacia el inhóspito corazón del camposanto.
   Con el féretro dispuesto ante la boca negra del nicho, volví a mirar el cielo, a su linde incendiada por las caricias del último sol de la tarde. La Singa, la Ligera, Camuñas, la Coralia…, todos los galgos comenzaban a deshilacharse, barridos por el viento, camino del horizonte y, allá al fondo, recortado contra el sol que se escondía tras las nubes, volví a divisar al galguero, flaco, cargado con una buzarca de lona y con un garrote atravesado a la espalda. Por un instante me pareció que hablaba con algún compañero de cacerías, pero entonces saltó una liebre y vi que los dos corrían tras la beata, mezclado con los galgos, hasta que todos desaparecieron más allá del horizonte.


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