viernes, 12 de mayo de 2017

La finca del Marqués


LA FINCA DEL MARQUÉS

Juan Muñoz Sánchez
Entreescritores, 2016, 226 págs.

   Nacido en Castuera (Badajoz), Juan Muñoz Sánchez es diplomado en Profesorado de Educación General Básica y Técnico Superior en Prevención de Riesgos Laborales y sus pasiones son, además de la docencia, la literatura, la naturaleza y la caza. Ha publicado entre otros La caza de la zorra en la Serena (Villanueva de la Serna, 1996),  Poemas y Pareceres I y II (Edición Punto Didot, 2015), La finca del Marqués (Entreescritores, 2016),   y De la U.C.I. a la U.V.I.: Morir para seguir viviendo (Entreescritores, 2016).
   La finca del Marqués organiza su trama de manera lejana e indirecta sobre el modelo de “novela de cacique” y, en efecto, la figura del Marqués (y su pervertido heredero), un tipo pendenciero y esquivo, planea sobre el mundo de los cazadores, contratados para limpiar su finca de alimañas,  y de unos serviciarios siempre atemorizados ante su presencia o ante su mera proximidad. Pero la denuncia de un estado de opresión y doblegamiento, que está expresa de modo especial en el desenlace de la trama, queda atenuada por la sensación constante de dicha con que el narrador adolescente, huérfano de padres, relata sus experiencias acompañando a Juan, el profesor, y a Esteban, el Abuelo (“Dios, qué feliz soy con ellos”). En la pequeña aldea y por los campos extremeños y toledanos viviremos con esta cuadrilla de campechanos aventureros numerosos lances cinegéticos, entre el latir de los perros de la rehala (podenco ibicenco, setter, pointer, fox terrier, jadg terrier, beagle, sabueso, mastín…) y la caza de los animales que persiguen: el jabalí (guarro, cochino, marrano, macareno), la jineta, el turón, el meloncillo, la zorra, el tejón, la nutria…, y todo ello descrito con las hermosas palabras patrimoniales de la vieja tradición cinegética (a tenazón, ladras, colleras, encames, rehalas, ojeo, puertas, costillas…) y el ingenio chispeante de los diálogos (“No se preocupe usted por sus perros que yo aún no he matado alguno”; “Eso me dijo el último que me mató uno”).
  
   “Allí hemos tenido un invierno muy frío y seco, casi no ha llovido. Aquí hay verde por todas partes, los candilitos que nacen debajo de las encinas y los alcornoques son el doble que los que nosotros conocemos.
         -Esa esparraguera tenía espárragos, Juan.
         -No me he fijado.
   Los dos guardas miraban y miraban y pienso que no conocían las esparragueras. El Abuelo moviendo la cabeza hacia atrás remiró con el fin de quedarse con el sitio y mañana recoger dichos frutos.
   No faltaban liebres por todos lados, Juan las señalaba con el dedo. Los conejos no aparecían como las liebres que lo hacían en cualquier sitio. Estos afloraban en las vertientes de los riachuelos y arroyos, no se les veía en lo alto de los cerros. Cosa bastante lógica.
   Al dar una curva, Juan agarró el brazo del piloto con el fin de que parara.
         -Dé marcha atrás, deprisa. Alumbre a esos dos alcornoques juntos.
   De una horquilla alta de uno de ellos emanaban dos lucecitas fluorescentes.
         -Mira, Abuelo, nos está mirando.
   Todos dirigimos nuestras miradas al lugar donde Juan señalaba y efectivamente la jineta apreció en su hábitat. Quieta, cegada por nuestra luz, permaneció inmóvil. Al igual que la jineta, el Abuelo también permaneció inmóvil. Sin decirme nada me dijo que nada podíamos hacer. En cuanto nos bajáramos del coche se escondería.
         -Simplemente, Abuelo, me voy a bajar y veremos lo que hace. Si se encueva, no hay problema; mañana estará muerta. Si, por el contrario, abandona el árbol es que no tiene ahí su madriguera. Manuel, si se tira del árbol sígala hasta donde vaya. Con la ayuda de las luces el perro la puede agarrar.
   No fue necesario mucho tiempo; al sentir las puertas del coche, saltó al otro alcornoque escondiéndose en su tronco.
         -Entre la esparraguera y la jineta hay un pegote de jaras. En la dirección de la arroyanera, el tercer alcornoque, Niño” (pp. 115-116).

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