LA
FINCA DEL MARQUÉS
Juan
Muñoz Sánchez
Entreescritores,
2016, 226 págs.
Nacido en Castuera (Badajoz), Juan Muñoz Sánchez es diplomado en
Profesorado de Educación General Básica y Técnico Superior en
Prevención de Riesgos Laborales y sus pasiones son, además de la docencia, la
literatura, la naturaleza y la caza. Ha publicado entre otros La caza de la zorra en la Serena
(Villanueva de la Serna, 1996), Poemas
y Pareceres I y II (Edición Punto Didot, 2015), La finca del Marqués (Entreescritores, 2016), y De la
U.C.I. a la U.V.I.: Morir para seguir viviendo (Entreescritores,
2016).
La
finca del Marqués organiza su trama de manera lejana e
indirecta sobre el modelo de “novela de cacique” y, en efecto, la figura del
Marqués (y su pervertido heredero), un tipo pendenciero y esquivo, planea sobre
el mundo de los cazadores, contratados para limpiar su finca de alimañas, y de unos serviciarios siempre atemorizados ante
su presencia o ante su mera proximidad. Pero la denuncia de un estado de
opresión y doblegamiento, que está expresa de modo especial en el desenlace de
la trama, queda atenuada por la sensación constante de dicha con que el
narrador adolescente, huérfano de padres, relata sus experiencias acompañando a
Juan, el profesor, y a Esteban, el Abuelo (“Dios, qué feliz soy con ellos”). En
la pequeña aldea y por los campos extremeños y toledanos viviremos con esta
cuadrilla de campechanos aventureros numerosos lances cinegéticos, entre el
latir de los perros de la rehala (podenco ibicenco, setter, pointer, fox
terrier, jadg terrier, beagle, sabueso, mastín…) y la caza de los animales que
persiguen: el jabalí (guarro, cochino, marrano, macareno), la jineta, el turón,
el meloncillo, la zorra, el tejón, la nutria…, y todo ello descrito con las
hermosas palabras patrimoniales de la vieja tradición cinegética (a tenazón,
ladras, colleras, encames, rehalas, ojeo, puertas, costillas…) y el ingenio
chispeante de los diálogos (“No se preocupe usted por sus perros que yo aún no
he matado alguno”; “Eso me dijo el último que me mató uno”).
“Allí hemos tenido un invierno muy frío y
seco, casi no ha llovido. Aquí hay verde por todas partes, los candilitos que
nacen debajo de las encinas y los alcornoques son el doble que los que nosotros
conocemos.
-Esa esparraguera tenía espárragos, Juan.
-No me he fijado.
Los dos guardas miraban y miraban y pienso
que no conocían las esparragueras. El Abuelo moviendo la cabeza hacia atrás
remiró con el fin de quedarse con el sitio y mañana recoger dichos frutos.
No faltaban liebres por todos lados, Juan
las señalaba con el dedo. Los conejos no aparecían como las liebres que lo
hacían en cualquier sitio. Estos afloraban en las vertientes de los riachuelos
y arroyos, no se les veía en lo alto de los cerros. Cosa bastante lógica.
Al dar una curva, Juan agarró el brazo del
piloto con el fin de que parara.
-Dé marcha atrás, deprisa. Alumbre a
esos dos alcornoques juntos.
De una horquilla alta de uno de ellos
emanaban dos lucecitas fluorescentes.
-Mira, Abuelo, nos está mirando.
Todos dirigimos nuestras miradas al lugar
donde Juan señalaba y efectivamente la jineta apreció en su hábitat. Quieta,
cegada por nuestra luz, permaneció inmóvil. Al igual que la jineta, el Abuelo
también permaneció inmóvil. Sin decirme nada me dijo que nada podíamos hacer.
En cuanto nos bajáramos del coche se escondería.
-Simplemente, Abuelo, me voy a bajar y
veremos lo que hace. Si se encueva, no hay problema; mañana estará muerta. Si,
por el contrario, abandona el árbol es que no tiene ahí su madriguera. Manuel,
si se tira del árbol sígala hasta donde vaya. Con la ayuda de las luces el
perro la puede agarrar.
No fue necesario mucho tiempo; al sentir las
puertas del coche, saltó al otro alcornoque escondiéndose en su tronco.
-Entre la esparraguera y la jineta hay
un pegote de jaras. En la dirección de la arroyanera, el tercer alcornoque,
Niño” (pp. 115-116).
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