VIDAS A LA INTEMPERIE
Marc Badal
Logroño, Pepitas de calabaza / Cambalache, 2017, 214 págs.
Prólogo de Irene García Roces
Nacido en
Barcelona en 1976, Marc Badal Pijoan
compagina la investigación y la dinamización en el ámbito de la agroecología y
del desarrollo rural con las tareas cotidianas en varios proyectos de núcleos
de montaña abandonados.
Además de
artículos en revistas como Resquicios, Raíces, Cul de Sac, Ekintza, Zuzena o Archipiélago,
ha publicado los ensayos Cuadernos de viaje. Fragmentos y pasajes históricos
sobre semillas (Fundación
Cristina Enea, 2016); Mundo clausurado. Monocultivo y artificialización (autoedición, 2016); Vidas a
la intemperie. Notas preliminares sobre el campesinado (Campo Adentro, 2014); Fe de
erratas. La agitación rural frente a sus límites (autoedición, 2011) y Los pies en la tierra. Reflexiones y
experiencias hacia un movimiento agroecológico [coord.] (Virus, 2006).
Vidas a la intemperie, que ahora publican conjuntamente las
editoriales Pepitas de calabaza y Cambalache, reúne dos ensayos. Al que
da título al volumen, subtitulado “Nostalgias y prejuicios sobre el mundo
campesino”, le sigue Mundo clausurado.
Monocultivo y artificialización. Ambos textos nos hablan de “la pérdida de
un mundo, el campesino, compuesto por muchos pequeños mundos que, como Marc
Badal advierte, se han ido alejando de nuestras latitudes en silencio, víctimas
de un 'etnocidio de rostro amable'” [Prólogo]. “Somos -considera el escritor-
los descendientes del campesinado. En sentido figurado y literal. Provenimos de
un mundo que no hemos conocido y serán otros quienes nos cuenten cómo era. Los
campesinos no pueden hacerlo. Han desaparecido y nunca escribieron su historia.
Vivimos en el mundo que crearon. No podemos dar un solo paso sin pisar el
resultado de su trabajo. Tampoco abrir los ojos sin ver el trazo de su huella.
Una obra que es todo lo que nos rodea. Todo aquello que pensamos que es tan
nuestro por el hecho de estar ahí. De toda la vida”.
Reproducimos un fragmento en que
deja constancia de que así como los lectores adolescentes carecen de conciencia retórica de los
textos literarios, los campesinos no poseen una conciencia estética de la
naturaleza: forman parte de ella y les falta un mínimo de distanciamiento.
“La mirada
del campesino era capaz de captar un cúmulo de significaciones imperceptibles
para los demás. Incluso también para los campesinos de otro pueblo. Pero era
incapaz de ver aquello que llama más nuestra atención cuando vamos al campo. Lo
primero que salta a la vista cuando alguien de fuera contempla un lugar.
Especialmente si es de ciudad.
Los
campesinos no veían el paisaje.
Colores
encendidos al amanecer, lágrimas de rocío sobre las hojas, reflejos argentinos
en los bandos de palomas.
Ninguna de
estas visiones despertaba en el campesino un estado de embriaguez. No le
transportaban a los más hondo de su ser. Ante ellas no le asaltaban los grandes
misterios de la existencia.
Su relación
con el entorno era demasiado cercana. Con su trabajo reflejaba el rostro de la
tierra y a su vez se había moldeado por ella. Un elemento más del conjunto. Y
para ver un paisaje se requiere cierto
distanciamiento.
La lejanía
de la cultura y del arte. La distancia que impone el desconocimiento y la
novedad.
Como el
pintor y el poeta, en el campo nosotros solo vemos paisajes. Que no son otra
cosa que el resultado de nuestra mirada ajena” [p. 151].
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