NECROSFERA
César Martín Ortiz
Tenerife, Baile del Sol, 2018, 410 págs.
Nacido en
Salamanca pero radicado en Jaraíz de la Vera, César Martín Ortiz (Salamanca,
1958 – Jaraíz de la Vera, 2010) ha publicado hasta la fecha dos poemarios: Dedicatoria o despedida (Soria, 1989) y Toques de tránsito (La Coruña, 1995), a
los que siguieron dos compilaciones de relatos, Un poco de orden (Premio de cuentos "Ciudad de Coria",
Cáceres, I.C. "El Brocense", 1997) y Nuestro pequeño mundo (Mérida, Editora Regional, 2000). En 2004 apareció en
un pequeño volumen, Reformas (Paso de
Contarlo) (Plasencia, Alcancía, 2004), al tiempo que sus relatos se
incorporaron a antologías del género como Ficciones.
La narración corta en Extremadura (Mérida, Editora Regional, 2001), Relatos al atardecer (Mérida, Consejería
de Turismo de la Junta de Extremadura, 2001), Gaveta de gavetas (Mérida, Editora Regional, 2006) y 5 lugares 5 relatos (Mérida, Consejería
de Cultura, 2009). En 2015, la editorial tinerfeña Baile del sol apareció,
finalmente, una antología póstuma de sus relatos bajo el título Cien centavos, al cuidado de José María
Cumbreño.
Ahora, la misma editorial
publica Necrosfera, una extensa
novela de estructura muy libre resuelta en doce bloques narrativos en
apariencia autónomos (más un epílogo, un apéndice y una anotación final del
códice español), que van engarzándose en la lectura de modo progresivo por la
reaparición del protagonista de un bloque anterior, por episodios comunes o por
la aparición de los mismos personajes en distintas épocas. Sobre el modelo
narrativo de la literatura de anticipación científica, el escritor construye
una trama inquietante que arranca con el turno rutinario del Vigilante de la
Estación que acude a supervisar las
consolas de un edificio extraño cuya
función desconoce. Con una sorda trepidación de mecanismos que de repente
cobran vida, la Estación activa una noche un grupo de misiles que dirige hacia un objeto
desconocido que ha irrumpido en el horizonte sin que nadie sepa a ciencia
cierta qué sucede. Y es que nos encontramos en mundo postapocalíptico en que los hombres
han olvidado el funcionamiento de las escasas estructuras supervivientes de la
catástrofe. A este mismo entorno pertenecen las tribus que abandonan a los
ancianos cuando por razones climáticas tienen que cambiar de emplazamiento, el
niño que descubre en el barranco de los fusilados una nave que ha sido abatida
por un misil (disparado desde la Estación), las tribus que asesinan a los
mutantes, los perros asilvestrados en busca de presas, esqueletos de ciudades,
ríos contaminados…
Unidos por un personaje común,
el Segundo Piloto, un joven hindú abducido cuando cumplió veintidós años, “coexisten”,
según iremos descubriendo, dos universos, la Tierra, habitada por unos seres
humanos que han regresado a los estadios más primitivos de la evolución
(nomadismo, canibalismo, explicaciones míticas de la realidad…) y Madre, en
donde residen Personas y Escientes que han conseguido un fase sólida de
equilibrio evolutivo: abducen a seres humanos que creen merecedores de una vida
más plena, ensayan con otros sometiéndolos a una bifurcación de sus destinos, trasvasan
el cerebro de los ancianos sabios a un clon, una Persona o a un ser de otro
planeta…
Escrita con una prosa precisa
tanto en la descripción de un mundo ajeno a la realidad y, por tanto,
imaginario, como en la visión de un planeta que los hombres, empeñados en una
deriva ciega y suicida, han asolado, la novela, como es frecuente en el género
de ciencia ficción, explota el contraste entre un futuro fabulado y un presente
asediado por graves amenazas. Pondremos solo un ejemplo: en Madre,
una vez alcanzado un alto nivel de progreso, se han detenidos los cambios, de
modo que los ancianos son considerados los especímenes más bellos (por más
sabios) y su mente, como hemos dicho, es salvaguardada. Por el contrario, en la Tierra el progreso acabó
convertido en una serie tan vertiginosa e interminable de cambios constantes
que los ancianos eran despreciados ya que su experiencia remitía a un mundo
extinto.
Pero las observaciones sagaces
son constantes. Un personaje construye unas gafas de descanso, las que permiten
ver los años de la juventud. El resultado fue que unos sintieron el orgullo de
quien se ha sobrepuesto a una etapa desdichada, a otros los condenó a la
nostalgia, a otros al suicidio, otros, en fin, permanecieron impasibles (los
“que pasan por la vida como una alegre musiquilla trivial que a nadie exalta ni
molesta”).
Reproducimos un fragmento que
describe un paisaje terrestre tras la catástrofe.
“Por fin he hallado un ciudad
humana, pero se trata de una ciudad muerta. He bajado a un valle que en tiempos
debió de ser un lugar inmejorable para vivir, pero está completamente
contaminado. No he hallado el menor atisbo de vida animal ni vegetal, solo ruinas
arquitectónicas y una naturaleza también arruinada. Hay gigantescas estructuras
metálicas que se mantienen en pie, a lo largo de kilómetros cuadrados, a las
orillas de un río podrido. Hay zonas residenciales reducidas a escombros y
miles de vehículos terrestres convertidos en chatarra. Hay esqueletos de
animales y de hombres, y algunos de estos últimos están desarticulados, lo que
me hace pensar en el canibalismo. No he hallado ninguna bicicleta ni esqueletos
de animales de tiro o de silla, como caballos o dromedarios. O bien no
existieron o bien los pocos privilegiados
que contaban con uno de estos animales o con un vehículo de tracción
humana fueron los únicos que lograron escapar del infierno.” [p. 96].
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