martes, 9 de julio de 2019

Contrabandistas


Contrabandistas

   Su abuelo paterno era poco dado a repartir dinero entre sus hijos, ya mozos, de modo que estos tenían que idear alguna fuente de ingresos especialmente cuando se acercaban las fiestas comunales de los caseríos de la Raya (La Varse, Bacoco, La Rabaça…) y había que echar  unos vasos con los amigos o invitar a un refresco a una muchacha miradora y coqueta (una actitud que, ya se sabe, lanza el mensaje de que un acercamiento erótico es posible pero no seguro).
   Para afrontar esta contingencia, su padre, después de un duro día de trabajo en el campo, se unía a una de las cuadrillas de La Raya Seca que, a la puesta de sol, trasponía la Sierra de La Lamparona y se dirigía a Arronches a cargar mochilas de café que alternaban, según la demanda, con tabaco, mazos de tripas para las matanzas, sosa cáustica, coca para pescar en los ríos, telas de pana, mecheros de mecha, bobinas de hilo, alpargatas de esparto, ovillos de cáñamo, azúcar, jabón, bacalao… Eran, en general, jóvenes como él y hombres humildes de la campiña entre los que no faltaba algún portugués que durante la marcha tarareaba en voz baja una quadra de su tierra:

Na casa de minha amada
não se pode enamorar.
De dia velhas a porta,
de noite, cães a ladrar.

   Porque La Raya, la frontera más antigua de Europa, nunca separó las poblaciones portuguesa y española, sino que las atrajo a una única franja fronteriza en la que a las localidades mayores (Valencia de Alcántara, Albuquerque, La Codosera) se sumaban otras aldeas diminutas (o caseríos, la mayoría hoy abandonados) como Jola, Alcorneo, El Corcho (en el término de Valencia de Alcántara), El Marco, La Rabaza, La Vega, Bacoco, La Tojera, La Varse, Silvestre, Benavente (en el término de La Codosera), o Los Riscos (Alburquerque). Y lo mismo sucedía al otro lado de la frontera en que abundaban pequeños núcleos de población, que los portugueses llaman  freguesias, como Portagem, Escusa, Galegos, La Esperanza, San Julião, La Rabaça portuguesa, El Marco portugués, La Urra, Ouguela (topónimo que llega a atravesar la frontera para denominar a un caserío alburquerqueño: Los riscos de Ouguela). Por estas aldeas y caseríos deambularon de noche las cuadrillas hispanoportuguesas del contrabando de café durante décadas (si se piensa bien, pioneras de la globalización) y con ellas la lengua y las costumbres y el mundo mágico de saludadores y feitiçieros, y los libros “diabólicos” (los grimorios) de São Cipriano y de Roda con sus conjuros maléficos y las leyendas de tesoros escondidos y de lobisomens
   Tras cargar cada uno una mochila de treinta kilos en Arronches, ya de regreso, el cortador o guía ordenaba un alto con un silbido en la umbría de la sierra. Cuando todos habían llegado y formaban corro con una rodilla en tierra, les decía:
-Tú, Eufemio, y tú, Xico, cuando los guardinhas nos salgan arriba en la Portela da Lamparona soltáis la carga. Los demás arreando al trantrán, como si tal cosa. Y esto que os he dicho ya lo estáis olvidando.
   Toño Vilés, ermitaño de la Virgen de la Varse, recuerda que tras la feria de San Miguel de Zafra en la campiña se multiplicaba el número de yeguas, potrancas, muletos y asnos que a la semana habían desaparecido del entorno. En cierta ocasión, regando en la huerta de Valdecerillos le llegó un olor fuerte y acidulado; siguió el rastro y allí cerca, escondida en un manchón de juncias, encontró una docena de mochilas de café que esperaba la llegada de la noche para desaparecer camino de Alburquerque, Villar del Rey, San Vicente de Alcántara,  Puebla de Obando, Montijo, Carmonita o Arroyo de la Luz. Los contrabandistas, de ambos lados de La Raya, huían de guardinhas y guardias civiles,especialmente de los puestos de vigilancia de la zona en Bacoco, Carrión o el de Dos Hermanas en el Puerto de los Conejeros, pero también debían precaverse de los malsineros, con frecuencia componentes de las cuadrillas, que informaban a los guardias del itinerario  del grupo a cambio de alguna pobre regalía.
   Por lo demás, en los caseríos y en el pueblo de La Codosera, los carabineros y sus familias eran acogidos con afabilidad y pasaban pronto a formar parte de la comunidad campesina: guardias y contrabandistas bebían vino y jugaban a las cartas en la taberna hasta la llegada del anochecer en que se despedían amistosamente, cada cual a su tarea, unos a atravesar la frontera en busca de una nueva carga, los otros a vigilar los numerosísimos pasos y a perseguirlos. Por las calles, toda la actividad transcurría bajo un manto de miedo, silencio elocuente y encubrimiento: mujeres con cestas de mimbre de doble fondo visitando a sus vecinas, niños subidos a las higueras jugando a centinelas, aldeanos prolongando con los guardias conversaciones sin término mientras sus esposas les ofrecían platos de temporada…
   La viudedad y el frecuente encarcelamiento del marido empujaban a la mujer y a los hijos a la misma forma de subsistencia. Este contrabando menor de pan, bobinas de hilo y telas que las mujeres se enrollaban a la cintura exhibiendo un embarazo de años tenía su origen en La Esperanza y era diurno. A veces, el burro llevaba en vez de paja veinte kilos de café en la albarda cubierta por una manta y unas alforjas que los guardinhas escrutaban en vano.
   Esta estrecha relación entre las poblaciones de ambos lados de La Raya se acentuaba con las numerosas refertas y contiendas (palabras sinónimas que podríamos traducir por territorios en disputa) que acompasan el trazado de la frontera. Sin un hito indicador ni accidentes geográficos separadores, eran espacios francos en que se tenía la sensación de estar fuera de cualquier lugar. Por unas de estas “tierras de nadie”, mucho más al sur, entre Rosal de la Frontera y Moura, deambuló al término de la guerra civil Miguel Hernández con un reloj de oro en el bolsillo, regalo de Vicente Aleixandre por su boda, que precipitaría su ruina cuando la policía salazarista lo detuviera y lo entregara a la guardia civil.
   Pero tal vez las “refertas” más singulares fueron los islotes que el Guadiana, en su perezoso avance, formaba en medio del cauce, pues si el río marcaba la frontera ¿a qué país pertenecían esas islas arenosas que criaban unas sandías magníficas? A falta de una legislación al respecto, una norma tácita otorgaba la propiedad de esos minúsculos territorios al primero que los colonizara sembrándolos y edificando una choza cubierta con cañas. Solían ser pescadores de río que faenaban en unas barcas sin quilla de fondo plano, que en Badajoz también servían para cruzar el Guadiana a cambio de unas monedas no lejos del puente de Palmas, conocido en el pasado como “puente bobo” porque nunca cobró pontazgo. Al día siguiente, sus mujeres pregonaban por las barriadas de Badajoz: ¡La carpa! ¡El picón! ¡Las pardillas!...
   Pronto, sin embargo, descubriría el pescador que el Guadiana ofrecía otro medio de subsistencia cuando al amanecer viera su barca atada a unos mimbrales de la orilla izquierda del río. Sin demasiada sorpresa, cruzaba el cauce con el agua por la cintura y recobraba su barca. Dos días más tarde la encontraba atada a unas adelfas de la orilla derecha. Unos días después recibía la cordial visita, por las dos orillas, de guardias civiles y guardinhas con los que mantenía una animada conversación sobre no importa qué. Otro día, en fin, encontraba en su cabaña envuelto en periódicos un paquete con cinco kilos de café portugués, que su esposa, sin pregonarlo, vendía de casa en casa.
   ¡Buenas gentes de la frontera, bilingües desde niños, que aprendieron pronto a callarse en las dos lenguas!

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