lunes, 15 de julio de 2019

Los trabajos y los días


Los trabajos y los días


   A diario, cuando salían de la escuela, donde impartían conocimientos tan apasionantes como la lista de los puñeteros reyes “gordos” que Dios maldiga, en lugar de volver por una de las calles preferían bajar a la rivera y seguir su orilla: veían libélulas de alas transparentes o tornasoladas que apresaban vivas arrojándoles una tira de goma elástica de bicicleta, la misma que utilizaban para los tirachinas, ranas que saltaban al agua con un nítido blop, galápagos acorazados que se dejaban caer al cauce como piedras o pequeños peces plateados: la colmilleja, la pardilla o el jarabugo antes de que los ríos se vieran infestados de especies foráneas, que acabarían con las autóctonas, como percasoles o peces gato.
   En las mañanas de abril recorría los alrededores del pueblo, especialmente las áreas adehesadas, buscando nidos con su amigo Tomás, hijo de una humilde familia que vivía en una barriada de chozos de bálago desolada como una cabila del Rif. Pasaban mañanas enteras mirando en la copa de las chaparras en busca de nidos de tórtolas (unas pocas ramitas que se entrecruzaban y dejaban ver si había huevos o polluelos) y en los lindones donde anidaban las cogutas (cuatro huevos blancos con pintas oscuras) y las alondras (varios huevos grises casi negros). Mucho mayor era el nido del rabilargo, que, receloso, no se alejaba mucho de la encina, con la cola y los extremos de las alas azulonas y su caperuza negra. La abubilla anidaba en el tueco de un árbol y tenía bastante mala fama (“Jiedes más que una abubilla”), mientras que el mirlo con su plumaje negro y el pico amarillo prefería los zarzales para anidar, y los jilgueros (careta roja y alas amarillas) acercaban sus nidos a las viviendas huyendo de los predadores: urracas, esmerejones, gavilanes.
   Por su parte, los abejarucos de vivísimos colores (azul, rojo, amarillo) abrían un túnel en la pared vertical de un declive del terreno en donde la hembra empollaba ocho o diez huevos. Cuando los polluelos habían nacido, los adultos salían de él de culo por lo que no era difícil atraparlos (pero si se enjaulaban morían). Volaban en pequeñas bandadas lanzando un gorjeo estridente y eran el terror de los colmeneros porque podían acabar en una mañana con un enjambre de abejas.
   Él pensaba que tal vez hubiera un oficio de “buscador de nidos” con el que poder ganarse la vida, mientras seguían trotando por aquellos verdes campos cubiertos de encinas. Si la felicidad es, según Leopardi, lo que teníamos antes de empezar a buscarla, sin duda que su amigo y él eran por entonces dos tipos felices vagando sin meta, espantando aquí una pareja de perdices (siempre volaba primero la hembra, más pequeña que el macho) o, allá, una liebre, que huía a grandes trancos con las orejas enhiestas. De cuando en cuando, se detenían, sudorosos y jadeantes, para beber echados de bruces en pequeños arroyos (“Agua corriente no mata a la gente”) con las orillas cubiertas de berros y poleos mirando de reojo a los zancudos zapateros que se desplazaban con increíble elegancia sobre la superficie del agua clara.
   Un día vio, recortada contra el cielo azul, la silueta de una mujer alta y enjuta con un cayado en la mano más alto que ella. Vestía de negro como la mayoría de las mujeres de aquella España enlutada y procesional y miraba hacia el sol con la barbilla erguida como un podenco venteando los aires.
         - ¿Quién esa mujer? –preguntó a su amigo.
         -Es la ciega.
   ¡La ciega! Había oído hablar de ella a sus amigos que incluso se la mostraron en la lejanía. Sabía que vivía en una huerta próxima al pueblo con otra hermana, también ciega, que cuidaba de la casa. Unas cabras ramoneaban entre jaras y retamas haciendo sonar sus esquilas cristalinas y fue, entonces, como si una extraña sombra cenicienta cubriera el sol y apagara los colores del campo. Esa era la mujer que inexplicablemente se había colado en sus pesadillas nocturnas.
   A pesar de su cortada edad, ya sabía que el mundo de la naturaleza y el de los hombres podía ser cruel (una zorra podía atrapar una perdiz que por entonces empollaba una nidada), pero también clemente (cuando caía un chaparrón primaveral el campo quedaba de repente en silencio: los pájaros acudían a sus nidos para proteger de la lluvia a los polluelos con sus alas). Pero una figura como esta escapaba a cualquier explicación natural. ¿Qué o quién había empujado a esa pobre mujer a guardar un hato de cabras por aquellos malos pasos de quebradas y peñascales? De ella contaban que había caído a un pozo sin brocal y consiguió salir por sí sola. Era eso, lo inexplicable, lo incomprensible, lo ajeno a cualquier lógica natural o humana lo que la había aproximado a una figura de terror que irrumpía en sus sueños.
   Entre todos sus amigos de la escuela, destacaba un muchacho de su quinta, espigado, enjuto e hiperactivo, con una capacidad extraordinaria para idear travesuras. Un día rompió de una pedrada el espejo del patio cuando él se estaba lavando las manos en la palangana y los trozos de vidrio le cayeron en las muñecas. Su madre le cortó la hemorragia con azúcar. Esa misma tarde empezó a jugar con el gato obligándolo a saltar de un lado a otro del brocal del pozo. Una de las veces le tiró del rabo justo en el momento del salto y el gato cayó al agua. Rápidamente se inclinó, extendió las manos y tiró de él, que salió clavándole las uñas en la palma de las manos (al verlo, su madre volvió, ya de mala gana, a buscar el azucarero).
   El padre de su amigo tenía un pequeño taller de reparaciones y los domingos por la noche proyectaba las películas en el cine. Su hijo, además de ser monaguillo, heredó los oficios del padre. Trasteaba en el taller como ayudante y sustituía al padre cuando este tenía otras ocupaciones y así fue cómo él conoció, y probó, otro oficio, el de operador. Varias noches de domingo subió con su amigo a la cabina de proyección, un cuchitril con el suelo cubierto de trozos de celuloide sobrantes.
    Allí estaban las latas, redondas y numeradas siguiendo el orden de la trama, que venían de un pueblo cercano en que la película se había proyectado y, por tanto, era preciso invertir por completo la cinta de cada una de ellas y enrollarla, una vez más, en orden inverso a la numeración (tres, dos, uno) empalmando los extremos de los rollos con un pincel impregnado de acetona. Luego, había que enhebrar la película por un conjunto de rodillos dentados hasta hacerla pasar por el foco de luz, por donde bajaba, como se sabe, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo.
   La lámpara estaba formada por dos piezas tal vez de carbono del tamaño de dos lápices gruesos cuyos extremos estaban separados un par de centímetros; de ellos surgía una pequeña pero poderosa llama permanente convertida en un foco de luz que atravesaba los fotogramas, de modo que la imagen, ampliada por una lente situada en la torreta, se proyectaba allá lejos sobre la pantalla. Pero el operador de cabina debía estar siempre vigilante pues los “lápices” se iban quemando por su extremo y de vez en cuando había que aproximarlos girando un pequeño volante para mantener en todo momento la distancia entre ellos.
   Cierto día su amigo tuvo que salir con urgencia y le dejó al cargo de la proyección. Antes, le mostró qué ocurría si se juntaban en demasía o si se separaran en exceso los dos pivotes. En el primer caso los fotogramas se “quemaban” y las imágenes en la pantalla empezaban rápidamente a amarillear sobre un fondo sepia; en el segundo, los colores se apagaban en unos tonos grisáceos hasta fundirse en negro. Y en los dos casos la reacción del público era inmediata (“¡Modorro, albardán, mamón, subnormal…!”). Cuando él salió, esperó un rato, se asomó a las escaleras, volvió a la máquina y le dio una vuelta a la ruedecita. De inmediato subió del patio de butacas el alboroto de los cinéfilos (“¡Atontao, cabrón…, como suba p’arriba, hoy cobras…!”). ¡Aquella máquina funcionaba a la perfección!
  En otra ocasión, el padre de su amigo preparó la película siguiendo la rutina de siempre, pero los rollos venían equivocados en las latas, de modo que montó el tercero en primer lugar. Ya había tenido ocasión de comprobar que el público hablaba con frecuencia en voz alta (“¡Ostras Pedrín, aquí cae una gotera!”) e “interaccionaba” con los personajes (“¡Sí, enseguida lo vas a matar tú, inútil!”, “¡Ay, ay, ay, de ese cabrón del bigote no me fío un pelo!”), pero aquella película, una historia romántica con final feliz, fue sin duda la más comentada: nadie entendía nada (“Pero bueno, este par de cursis ¿de qué se conocen?”) mientras la trama corría rápidamente a su desenlace. Cuando el último fotograma mostraba a la pareja feliz cogida de la mano a los veinte minutos de haber empezado la película y aparecía en  la pantalla “The End”, uno entre el público, sin duda bilingüe, se levantó y gritó:
         -¡Cagüentó! Ahí pone fin. Como no me devuelvan el dinero no dejo una butaca sana.
   Con otros dos amigos, en fin, se introdujo paulatinamente en los pormenores de otro oficio, el de vaquero: aprendió a ordeñar y a echar posturas a las novillas mientras le rascaba la testuz. También se intercambiaban tebeos (El Capitán Trueno, El Jabato, El Zorro, Hazañas Bélicas…) y jugaban en el corral con tres perros que tenían: una perra de color canela y dos cachorros de meses. Cierto día venía en el coche con su padre de los olivos y en una revuelta del camino vio la madre colgada de la pernada de una encina grande al lado del camino. El vaquero la había ahorcado. Miró alrededor y, en efecto, por allí pastaban las vacas. No vio al padre de sus amigos, pero él sí los vio a ellos porque a mediodía se presentó en casa. Lo vio hablando con su padre y se dio cuenta de que él, con semblante serio, le hacía un gesto con la mano hacia el patio, como si estuviera accediendo con desgana a una petición. Se acercó a él con una sonrisa servil, que le repugnó, y le dijo que la perra ya era vieja y que, por favor, no les contara nada a sus hijos... Asintió con la cabeza sin contestarle pensando “Sí, claro que no les diré nada pero no por ti; por ellos, cabrón”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario