lunes, 22 de julio de 2019

Los olivos



Los olivos


   Con frecuencia, en vacaciones y fines de semana su padre lo llevaba con él a los olivos. Siempre había algo que hacer aunque fuera algo nimio: guiar las ramas de una higuera plantada en un claro o cortar una vara para un injerto. Recuerda en especial los días de marzo, ventoso y pendenciero, que acamaba las mieses y alborotaba las copas de los olivos. De las lindes volaban espantadas las alondras trinando hacia un cielo por el que cruzaban raudas nubes viajeras, mientras podía oírse por aquellos contornos el canto de la naturaleza en primavera: arrullos, gorjeos, silbos, zureos… En las marrás crecían esparragueras, lirios silvestres, ramitas de espliego, capuchinas de color morado con forma de lamparillas. Entre los sembrados, por la cañada de enfrente, un rebaño de ovejas y corderos subía la ladera embebido en ser muchas cosas felices al mismo tiempo. 
   Uno de los olivares del Cerro de los Bueyes lindaba con una suerte en que el trigo por el mes de mayo encañaba entreverado de avena morisca y llamaradas rojas de amapolas en unas imágenes de una belleza deslumbrante, como si la naturaleza acabara de ser creada. Miraba a su padre entonces y descubría sorprendido en su cara una expresión de contrariedad mientras chasqueaba la lengua con desaprobación.
   Mucho después descubriría que los adolescentes, a quienes daba clase, carecían de conciencia retórica de los textos literarios. En aquellas visitas campestres descubrió que los campesinos no poseen una conciencia estética de la naturaleza como mostraba la cara de disgusto de su padre mirando el trigal: no había curado lo suficiente o lo había hecho tarde, lo que amenazaba con una merma en el rendimiento. Y es que, como afirma Marc Badal en el libro citado, “la mirada del campesino era capaz de captar un cúmulo de significaciones imperceptibles para los demás. Incluso también para los campesinos de otro pueblo. Pero era incapaz de ver aquello que llama más nuestra atención cuando vamos al campo. Lo primero que salta a la vista cuando alguien de fuera contempla un lugar. Especialmente si es de ciudad.
   Los campesinos no veían el paisaje.”
   Pasaba lo mismo allá en las estribaciones de la sierra de La Lamparona, en la Raya. En otoño, los castaños y los nogales teñían de numerosas gamas de ocre sus copas sobre el fondo verde oscuro de los pinares, pero todo lo que un campesino podía contestar frente a un comentario encendido ante aquel espectáculo natural era: “Es lo que tiene octubre”. Formaban parte de esa misma naturaleza y les faltaba un mínimo de distanciamiento para contemplarla como paisaje. Su mentalidad, ya urbana, había disociado la utilidad de la belleza, pero en ellos aún permanecían unidas, y si miraban fijamente la copa de un aliso junto a un regato era para decir cosas como “de esa rama salía un cabo para un zacho”.
   A pesar de haber heredado esa perspectiva campesina, su padre no carecía de sensibilidad literaria. En cierta ocasión descubrió un tercetillo que había escrito en un papel de estraza. Decía así:


“Ya se murió el tío Pulío;
bien lo dicen sus olivos;
así lo dirán los míos.”

   Estos eran los versos  que escribió cuando volvió a casa después de pasarle el rodo a uno de los olivares una mañana de junio. Pero, ¿quién era el tío Pulío?, se preguntó intrigado.
   Pues el tío Pulío, según pudo saber, había sido un olivarero de La Roca de la Sierra que, a pesar de su escaso patrimonio, pertenecía a la a la “élite” social del pueblo, la misma, aunque en un peldaño inferior, de la que formaban parte, por derecho propio, las fuerzas vivas: alcalde y secretario del Ayuntamiento, jefe del puesto de la guardia civil, veterinario, maestro y algún otro profesional liberal. Y es que, como cualquier grupo humano, los pueblos extremeños de los años sesenta habían consolidado desde mucho tiempo atrás una estructura con sus élites y sus marginados. En el ámbito rural, los labradores, propietarios de más o menos fanegas de tierra, nutrían las primeras, en tanto los ganaderos, que aprovechaban los pastos de cordeles, cañadas y veredas, las márgenes de la rivera y arrendaban los rastrojos a partir de junio, pertenecían, junto con los jornaleros que vivían de trabajos estacionales, a los segundos.
   Los labradores, como en todas partes, eran individualistas, celosos de su patrimonio y de su rendimiento, que tendían a encubrir (frente al hombre de ciudad que tiende a exhibirlos), buenos administradores de su hacienda pero inmovilistas (vender una tierra heredada se consideraba una traición a los padres) y reacios a los proyectos colectivos por una profunda desconfianza en los demás, pero de quien más desconfiaban era de los ganaderos. Y es que, como pudo comprobar, sobre ellos siempre recaía en las conversaciones un vago manto de sospecha, nunca concretado, bien porque su ganado, en momentos de descuido o desidia, entrara en una huerta o en un sembrado, o bien porque se contaminaran con la imagen de los serranos y sus ganados trashumantes, de quienes se decía que preguntaban si vivían gitanos en el pueblo y, si era así, robaban y seguían su camino: alguien cargaría con las culpas.
   Pues bien, el tío Pulío, con sus tres o cuatro olivares amorosamente cuidados (era siempre el primero en ararlos, en cortarles los chupones, en podarlos tras la cogida de aceituna), se encontraba instalado, por su condición de propietario y por su seriedad, en lo alto de la escalera social de aquel núcleo urbano anclado en una estructura antiquísima, pero había muerto sin hijos y su padre pudo contemplar una mañana, al pasar junto a uno de sus olivares, el feraz herbazal del abandono. Su padre, que con el tiempo compró varias tierras de labor y siete olivares, lo que supuso su acceso a la “élite” rural desde el territorio de los marginados, tenía dos hijos pero ambos estudiaban fuera, una en Sevilla, otro en Cáceres, y volvió convencido, de un lado, de que sus olivos arrostrarían la misma suerte y, de otro, de que, excepto para los olivos, tal vez eso fuera mejor para todos.
   A diferencia de las tierras de labor, a su hijo siempre le gustaron los olivares, todos parecidos pero todos distintos, así como los nombres de los lugares en que crecían: el Cerro de los Bueyes, el Barro del Prado, el Vegón del Palacito, el Venero del Lobo, las lomas de Malabrigo o las lomas de Charcofrío… y trabajó en ellos desde pequeño realizando todas las tareas: corte de chupones, recogida de aceitunas e incluso injertos para los que no tenía mala mano.
   Su padre los cuidaba muy bien realizando cada labor en su tiempo, pero había dos tareas que dejaba para los días que él pasaba en casa: el uso de la motosierra para talados de enjundia, que no quería hacer solo por temor a un accidente, y los injertos que hacía delante de él para que aprendiera y que con el tiempo le dejó hacer. En los olivares que compró a diversos propietarios había olivos de toda clase, que por la zona recibían el mismo nombre que su fruto: cordobiles, gordales, cornicabras o cornezuelas, verdiales, manzaniles, carrasqueños… y su padre acabó convencido de que las de mayor producción eran las llamadas coloradas, porque las aceitunas pasaban del verde a un color rojo cereza y de ahí al negro. Así que debió hacer numerosos injertos. Para ello, entre los meses de marzo y mayo se cortaba una vara verde y nueva del olivo donante que tuviera varias yemas aún no brotadas y allí donde se acumulaban tres o cuatro se hacían dos incisiones circulares y una vertical y con sumo cuidado se separaba la piel sin tocar con los dedos el interior. En el olivo que iba a recibir el injerto se cortaba una rama gruesa, se separaba la piel haciendo dos o más cortes y se introducía la piel nueva debajo de la vieja apretando esta sobre aquella con varias vueltas de cordel. Después se cubría con papel, nunca con plástico, y a los veintiún días se levantaba para comprobar que habían conseguido engañar al viejo olivo verdial: su savia había hecho brotar las yemas de un olivo de distinta clase.
   Con los años su padre había ido sembrando también otros árboles frutales, de modo que entre el verde grisáceo de las copas de los olivos (aún más gris cuando soplaba el viento pues mostraban el envés de las hojas, como bien vio Lorca al describir una tormenta en “Preciosa y el aire”: “los olivos palidecen”) podía adivinarse en verano el verde intenso de las higueras de Almoharín o de los higos de rey, un par de perales en un lindón cargados de fruto en julio o varias parras madurando sus racimos de uva albilla en septiembre, de modo que si el invierno era el tiempo de la recogida de la aceituna, el verano lo dedicaban a recolectar peras, higos chumbos, racimos de uva de cuelga, higos de rey para hacer casamientos con nueces en Navidad o higos de Almoharín que se vendían para hacer turrón.
   Su dedicación a los olivos era tan intensa que incluso el mismo día de su muerte se empeñó en ir a pasarle el rodo al único olivar que le faltaba por dar, pero la madre se opuso y se enfadó y le regañó diciéndole: “Siempre te quejas de que tus nietos vienen poco y un día que están aquí te quieres ir a trabajar”.
   Poco después, comenzó a sentirse mal.
   Un par de días después de su muerte fue a labrar el olivar que él no había dado y a las pocas vueltas rompió la cuchilla. Bajó del tractor y miró hacia los olivos polvorientos. Sobre el ronroneo del motor al ralentí rayaba la mañana el estridular unánime de las cigarras, sostenido en un único acorde continuado. Se puso de cuclillas junto al apero y con un profundo sentimiento de irritación por su torpeza, repitió los versos ciertos y premonitorios de su padre: “Ya se murió el tío Pulío; / bien lo dicen sus olivos; / así lo dirán los míos”.

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