sábado, 8 de febrero de 2020

El silencio de lo invisible


EL SILENCIO DE LO INVISIBLE

María Fernanda Sánchez
Mérida, Editora Regional de Extremadura, Col. La Gaveta, 2019, 59 págs.

   Incluida en la reciente antología La materia cambiante (panorama de la joven narrativa extremeña) (Editora Regional, 2019), María Fernanda Sánchez (La Zarza, Badajoz, 1992) es licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla. En la Universidad de la Sorbona cursó un máster de arte y educación y defendió su tesina (Le silence de l’invisible). Actualmente reside en la capital francesa en donde  imparte clases.
   El silencio de lo invisible reúne veinticuatro breves composiciones que recrean con un estilo pulcro de breves frases yuxtapuestas, de pinceladas “impresionistas”, paisajes urbanos (París, Londres..., pero también el paisaje de la niñez) recortados: la superficie del río, la lluvia tras la ventana, la niebla, las fachadas de los edificios…, mientras se insinúa en referencias escuetas una historia de amor abocada a la ruptura.
   Reproducimos una de las composiciones que aproxima realidades lejanas (el amanecer del desierto, el atardecer del mar, un frasco de miel) reunidas por la misma tonalidad de color que da título a un texto  que se propone plasmar ese mundo “invisible” “en que olvidamos los adjetivos porque estamos obsesionados con los verbos”.


LA LUZ DE ORO

   Quedó atrapada en la intensidad de aquel amarillo anaranjado que se alzaba detrás de las montañas. En su luz cegadora y caliente, y en su aspecto irreal de yema de huevo que ya no es líquida, pero que no se ha cuajado del todo. El amarillo anaranjado caía sobre los edificios y sobre los árboles, vestía de oro el asfalto y llenaba el aire, lo teñía. Pensó en lo que ese color le evocaba. Pensó en el amanecer del desierto, en los atardeceres del mar y en el frasco de miel de pino junto a la ventana.
   Quemaba. El amarillo anaranjado se propagaba del tal modo que casi podía sentir el calor ausente, y una vez más, se sumergió en la irrealidad paradójica de aquella luz dorada que había bañado la cotidianidad de los últimos años. Aquella luz caliente envuelta de frío y rociada de lluvia, que bajaba del cielo blanco para verterse sobre el agua del río y pintar la piedra de las fachadas. Aquella luz caliente tan ajena a nosotros, que parecía escapar de África cada mañana para venir a salvarnos.

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