sábado, 28 de noviembre de 2020

Juan Ramón Santos sobre Fronteras


 

   Autor de una notable trayectoria poética y narrativa, Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) ha publicado en Plan VE una reseña de Fronteras, lúcida y amable, que, con su permiso, reproducimos.

ME ACUERDO

   El tiempo corre que se las pela, y con cada nuevo iPhone, y con el crecer imparable de los dígitos que acompañan a la G (3G, 4G, 5G) para nombrar las redes que nos catapultan, invisibles, al futuro, van quedando cada vez más atrás, cada vez más enterrados, modos de vida que durante siglos fueron nuestros, en los que nuestros abuelos nacieron, crecieron y prácticamente murieron, en los que muchos de nosotros llegamos, al menos en parte, a criarnos, modos de vida pegados a la tierra y a los cultivos, atentos al ciclo de las estaciones, temerosos de los azares de la meteorología, modos de vida duros, sí, muchas veces arrastrados, pero con los que la gente también lograba a ratos ―seguramente con no menos frecuencia que hoy― ser felices, y que acaban siendo por ello, aunque sólo sea por ello, dignos de nostalgia.

   Cuento esto porque nostalgia es lo que rezuman muchos de textos que componen Fronteras, el volumen que el crítico y escritor extremeño Simón Viola publicó hace algunas semanas en la colección de narrativa de la Diputación Provincial de Badajoz, nostalgia, pero también al deseo urgente de apuntalar la memoria con palabras justas, sobrias, sin afectación, como éstas del relato “Al oeste del Edén”, en el que con la enumeración de especies animales y silvestres, lejos de pretender construir (mucho menos reconstruir) quiméricas arcadias, parece querer recopilar —al modo, por ejemplo, de Bernardo Atxaga—términos que nombran una naturaleza de la que cada vez estamos más despegados y que por momentos parecen condenados a extinguirse: “la mancha, que rodeaba por todas partes la tierra de siembra, era una vieja maraña de encinas y carrascas, jaras y brezos, madroñeras y torvicos, charnecas y acebuches, transitada por estrechas veredas abiertas por jabalíes, ciervos y corzos. Él solía bajar por un camino paralelo al regato que daba, al fin, a un rincón sombrío de viejos alcornoques centenarios en donde el arroyo se remansaba entre fresnos, atarfes y zarzamoras. En sus orillas, siempre verdes, crecían la salvia, el poleo y la mejorana, y más al fondo había un depósito de agua, cubierto por completo por la vegetación, del que salía una tubería hacia un cortijo que se levantaba a lo lejos en el valle.”

   Estas enumeraciones, frecuentes en el libro, no sólo recogen palabras más o menos pegadas a la tierra, sino también, como sucede en el texto titulado —precisa y atinadamente— “Enumeraciones” (referido al año 1965), noticias, acontecimientos, tebeos, canciones, programas o anuncios de la radio, en un procedimiento que recuerda al del célebre Je me souviens de Georges Pérec y con el que el autor pretende, quizá, levantar del papel, con su simple enunciado, confiando, con la fe de un estudioso del Talmud, en el poder generador de la palabra, los contornos de un temps perdu, el de su infancia y su juventud en un territorio de frontera.

   Porque en su libro, Simón Viola recupera un tiempo, pero también un espacio, el de esa incierta tierra de nadie que es la Raia, un territorio que, por supuesto, existe, y persiste, pero cuyas señas de identidad acaso se estén perdiendo, un territorio con una identidad propia, que se extiende a ambos lados de la frontera y parece estar cerca y, al mismo tiempo, tremendamente lejos de los dos países, cuyos topónimos —La Codosera, el Marco, La Rabaça, La Lamparona, La Centena, La Varse— juegan al despiste lingüístico y con un idioma propio hecho con retazos de español y portugués que el autor recoge a menudo en su libro, como recoge también, con afán casi etnográfico, consejas, chascarrillos o “contos arraianos” que lo tiñen de magia y también, a ratos, de brujería, al evocar las prácticas de veedoras y curanderas.

   Un libro, pues, para viajar en el tiempo y en el espacio, cargado a menudo de humor —tanto de humor popular, el de los frecuentes chistes rayanos que el autor recoge, como literario, en pasajes como el del traslado, en el remolque de un tractor, de una piara de cerdos transformada en coro de ópera, en los que se sirve de una rica prosa para trasladar al lector la anécdota con toda su viveza—, un libro, en definitiva, que emociona, aunque sólo sea al comprobar cómo esa misma literatura que, como uno intuye en sus historias, sacó al autor de la humildad agrícola de la Raya portuguesa, le devuelve ahora, en estas esforzadas páginas, los destellos y contornos de aquel pasado huidizo.

 


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