miércoles, 11 de noviembre de 2020

Eduardo Moga sobre Fronteras

 

   Autor de una notable trayectoria poética, narrativa y crítica, Eduardo Moga (Barcelona, 1962) ha tenido la deferencia de reseñar Fronteras en su blog, Corónicas de Espania. Reproducimos el texto con su autorización.

    "Simón Viola (La Codosera, 1955) es bien conocido en Extremadura por su constante atención crítica a cuanto se publica en la región y también fuera de ella, fruto de la cual son algunos estudios relevantes sobre la literatura extremeña, como el monumental volumen II, dedicado a la narrativa, de Literatura en Extremadura. 1984-2009, o ediciones de referencia de Jarrapellejos, de Felipe Trigo, o de la obra poética de José Miguel Santiago Castelo, entre otras. Pero Simón Viola se acaba de estrenar también como narrador con Fronteras (Diputación Provincial de Badajoz, 2020), un libro colectivo y autobiográfico que recoge relatos sobre un trozo muy concreto del territorio extremeño, la Raya, esa franja entre España y Portugal por la que discurre la frontera más antigua de Europa, pero que es, a la vez, y paradójicamente, un lugar donde las fronteras —históricas, lingüísticas, culturales, sociales y económicas— se reblandecen y se vive en un saludable mestizaje, que alumbra lenguajes, costumbres y modos de vida particulares. He dicho que Fronteras es un libro colectivo —y este es un dato que hay que subrayar, por su rareza— porque, como Simón Viola señala en la nota prologal, algunos miembros de su familia —su padre, su hermana, responsable de dos textos, y su madre, autora de una pequeña biografía inédita— han contribuido al volumen con recuerdos o narraciones, lo cual condice con el sentido de comunidad, binacional y bilingüe, que la Raya ha propiciado históricamente. Y es autobiográfico por esa misma razón: porque lo relatado da cuenta de lo vivido por el autor y por sus familiares más cercanos en ese espacio entrecruzado y líquido. Fronteras, que podría quedarse en mero compendio de anécdotas o acercarse peligrosamente a la crónica costumbrista o, peor aún, al tratado sociológico, se lee, en cambio, como una novela. Simón Viola escribe felizmente, con buen pulso y sentido del ritmo, sin caer en tentaciones elegíacas o patrióticas, sin melancolía (o con una melancolía sutil, bien metabolizada). Por el contrario, en Fronteras predominan la descripción serena (Josep Pla decía que describir es más difícil que opinar, y tenía razón), el realismo sensato (es decir, no solo realista, sino también algo soñador) y, sobre todo, el humor. Muchas de las singularidades de este país fronterizo, tradicionalmente pobre, como el contrabando —acentuado en los peores años de la posguerra española, hasta el punto de convertirse en el modus vivendi de muchas familias— o el trasiego constante de trabajadores, de uno y otro lado de la frontera, en busca de un jornal, una oportunidad o una novia, dan pie a relatos bienhumorados, que se inspiran en la tradición picaresca y cuyo humor resulta especialmente meritorio por recaer en una realidad a la que no son ajenas las desgracias ni la miseria, lo cual lo hace a menudo negro; o quizá es que el humor en un reactivo adecuado para hacer digeribles esas asperezas. Fronteras destaca también por recoger el dialecto particular de la zona, en la que un castellano lleno de voces campesinas y sabrosos arcaísmos se enriquece con lusismos, que Simón Viola, con buen criterio, relaciona en un glosario al final del volumen. Este el principio de "Autarquía":

Tras las elecciones de febrero de 1936, ganadas en La Codosera por el Frente Popular, la Casa del Pueblo quedó instalada en el edificio de la iglesia, de donde los vecinos sacaron casi todas las imágenes, y se constituyó el primer ayuntamiento de izquierdas. En el reparto de cargos alguien, hablando en broma, reparó en que necesitaban un verdugo. Todos rieron la ocurrencia mientras otro propuso al tonto del pueblo para el puesto, lo que aumentó la algazara. El secretario, siguiendo la chanza, anotó su nombre. Fue todo muy divertido.

Meses más tarde, el pueblo fue tomado en la mañana del veintiséis de agosto de ese mismo año por un grupo de militares, carabineros y falangistas, que fusilaron en las tapias del cementerio a todos los políticos de izquierda que no habían huido. Entre ellos iba el tonto del pueblo con las manos atadas a la espalda, mirando estupefacto a unos y otros sin entender qué ocurría ("¿Onde é que vamos? A minha mâe está a minha espera"), completamente desconcertado (...).

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