LA
VIDA NEGOCIABLE
Luis
Landero
Barcelona,
Ed. Tusquets, 2017, 336 págs.
Nacido en
Alburquerque en 1948, Luis Landero crece en una familia campesina que emigra a
Madrid en 1960. Durante años, el joven encadena numerosos trabajos de
supervivencia hasta iniciar estudios de Filología Hispánica en la Universidad
Complutense de Madrid y dedicarse a la enseñanza en varios centros hasta su
jubilación como profesor de lengua y literatura en la Escuela de Arte
Dramático. En 1989 publica su primera novela, Juegos de la edad tardía, ganadora del premio de la Crítica de ese
mismo año y del Premio Nacional de Literatura de 1990, a la que seguirían Caballeros de fortuna (1994), El mágico aprendiz (1998), El guitarrista (2002), Hoy, Júpiter (2007), Retrato de un hombre inmaduro (2009) y Absolución (2012).
Ahora, la editorial Tusquets, la misma que
publicó todos los títulos citados, saca a la luz La vida negociable (2017), una novela de formación, como otras narraciones
anteriores, pero también de la pérdida de la inocencia, cuando el protagonista,
Hugo Bayo, descubra la infidelidad de la madre (casada con un hombre veinte
años mayor que ella) y las corruptelas del padre, un administrador de fincas
urbanas, en un entorno familiar envilecido por la mentira que impulsará al
joven hacia la inmoralidad y el chantaje.
La
novela se asienta, como es habitual en el escritor, en un sólido conocimiento
de los modelos narrativos clásicos, entre los que destaca en esta ocasión, por
los numeroso guiños de complicidad, la novela picaresca, no por la presencia de
numerosos amos, sino por motivos como la deshonestidad de los padres y su
repercusión en la formación del protagonista (como en los modelos clásicos),
los numerosos cambios de entornos y de “oficios”, la sucesión alterna de éxitos
y fracasos o la concepción aleccionadora de las experiencias (“Y eso me hizo
pensar en lo solo que estaba yo en el mundo, y me prometí aprender la
lección”). Reproducimos un párrafo en que el protagonista se muestra ya dueño
de los secretos y, por tanto, de la voluntad de sus padres.
“Comimos los tres en silencio, no un
silencio único para todos sino cada cual metido en el suyo propio, y era
curioso, porque mi madre, quizá alarmada por el temor de que hubiese podido
contarle el secreto a mi padre durante nuestras correrías laborales, no se
atrevía a mirarlo, y en cuanto a mi padre, cohibido por mi presencia y
avergonzado de sus fechorías, no se atrevía tampoco a mirarnos ni a mi madre ni
a mí, y solo yo podía encararlos sin miedo, con la seguridad de que ellos no se
arriesgarían a enfrentar mi mirada. Me ocurría entonces que, en las conversaciones,
yo no sabía gestionar el silencio, cosa que sí sabe la gente de mundo o segura
de sí, y que es una manera de elegancia. Para mí el silencio era un
desagradable incidente dialéctico. Pero ahora yo era dueño de aquel silencio, y
en él se oían los lentos y claros golpecitos rítmicos que yo daba sobre el vaso
o el plato.
Antes del postre, me levanté, cogí dinero
del bolso de mi madre, aunque ahora también podía haberlo hecho de la cartera
de mi padre, y dije:
Salgo a pasear, y allí los dejé, cautivos en
el silencio, en la incertidumbre y en la culpa”.
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