viernes, 28 de julio de 2017

La vida negociable


LA VIDA NEGOCIABLE

Luis Landero
Barcelona, Ed. Tusquets, 2017, 336 págs.

   Nacido en Alburquerque en 1948, Luis Landero crece en una familia campesina que emigra a Madrid en 1960. Durante años, el joven encadena numerosos trabajos de supervivencia hasta iniciar estudios de Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y dedicarse a la enseñanza en varios centros hasta su jubilación como profesor de lengua y literatura en la Escuela de Arte Dramático. En 1989 publica su primera novela, Juegos de la edad tardía, ganadora del premio de la Crítica de ese mismo año y del Premio Nacional de Literatura de 1990, a la que seguirían Caballeros de fortuna (1994), El mágico aprendiz (1998), El guitarrista (2002), Hoy, Júpiter (2007), Retrato de un hombre inmaduro (2009) y Absolución (2012).
   Ahora, la editorial Tusquets, la misma que publicó todos los títulos citados, saca a la luz La vida negociable (2017), una novela de formación, como otras narraciones anteriores, pero también de la pérdida de la inocencia, cuando el protagonista, Hugo Bayo, descubra la infidelidad de la madre (casada con un hombre veinte años mayor que ella) y las corruptelas del padre, un administrador de fincas urbanas, en un entorno familiar envilecido por la mentira que impulsará al joven hacia la inmoralidad y el chantaje.
   La novela se asienta, como es habitual en el escritor, en un sólido conocimiento de los modelos narrativos clásicos, entre los que destaca en esta ocasión, por los numeroso guiños de complicidad, la novela picaresca, no por la presencia de numerosos amos, sino por motivos como la deshonestidad de los padres y su repercusión en la formación del protagonista (como en los modelos clásicos), los numerosos cambios de entornos y de “oficios”, la sucesión alterna de éxitos y fracasos o la concepción aleccionadora de las experiencias (“Y eso me hizo pensar en lo solo que estaba yo en el mundo, y me prometí aprender la lección”). Reproducimos un párrafo en que el protagonista se muestra ya dueño de los secretos y, por tanto, de la voluntad de sus padres.
  
   “Comimos los tres en silencio, no un silencio único para todos sino cada cual metido en el suyo propio, y era curioso, porque mi madre, quizá alarmada por el temor de que hubiese podido contarle el secreto a mi padre durante nuestras correrías laborales, no se atrevía a mirarlo, y en cuanto a mi padre, cohibido por mi presencia y avergonzado de sus fechorías, no se atrevía tampoco a mirarnos ni a mi madre ni a mí, y solo yo podía encararlos sin miedo, con la seguridad de que ellos no se arriesgarían a enfrentar mi mirada. Me ocurría entonces que, en las conversaciones, yo no sabía gestionar el silencio, cosa que sí sabe la gente de mundo o segura de sí, y que es una manera de elegancia. Para mí el silencio era un desagradable incidente dialéctico. Pero ahora yo era dueño de aquel silencio, y en él se oían los lentos y claros golpecitos rítmicos que yo daba sobre el vaso o el plato.
   Antes del postre, me levanté, cogí dinero del bolso de mi madre, aunque ahora también podía haberlo hecho de la cartera de mi padre, y dije:
   Salgo a pasear, y allí los dejé, cautivos en el silencio, en la incertidumbre y en la culpa”.

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