LA FUENTE DE LAS SIETE VALLES
Félix G. Modroño
Donostia, Ed. Erein, 2019, 291 págs.
De padres
zamoranos (su primera obra es un homenaje fotográfico al pueblo paterno, Villalpando, paisajes y rincones, 2002),
Félix G. Modroño nace en Vizcaya en 1965. En Salamanca, ciudad en la que cursa
Derecho, comenzó a escribir en una revista de la que fue cofundador, Res Nullius. Más tarde, un grave
accidente que le tuvo postrado varios meses hizo que retomara su pasión por la
escritura publicando en 2007 su primera novela protagonizada por Fernando de
Zúñiga y Ayala, La sangre de los crucificados, aparecida en la editorial
Algaida. En ella, este catedrático de medicina, marcado por la pérdida de su
esposa y padre de dos hijas, antiguo colaborador del Santo Oficio y amigo de la
reina regente doña Mariana de Austria, se enfrenta a una serie de muertes que
parecen coincidir en el tiempo con la aparición de unas tallas de la imagen de
Cristo Crucificado de un sorprendente naturalismo en las facciones. A este
ciclo pertenecen otros dos títulos, Muerte
dulce (2009) y la reciente Sombras de agua (2016), aparecidas todas en la editorial Algaida. La misma editorial
publicó La ciudad de los ojos grises (2012,
premio Libreros de Bizkaia, 2013, seis ediciones, traducida al italiano, ambientada
en los primeros años del siglo XIX, híbrida entre negra, histórica y
sentimental), la novela que le ha dado un mayor reconocimiento de los lectores,
y Secretos del arenal (2014, premio
Ateneo de Sevilla).
Ahora, la
editorial donostiarra Erein publica La
fuente de los siete valles (por donde fluyen los siete afluentes riojanos
del Ebro), cuya trama arranca con el regreso a Logroño de Pablo Santos,
sacerdote becado en su niñez por un aristócrata y educado en el Seminario
Conciliar de la ciudad. Tras dos décadas al servicio del Archivo Secreto del
Vaticano, este experto bibliógrafo ha recibido la misión de recuperar los
libros desaparecidos, tras los devastadores procesos de desamortización, de la
biblioteca de San Millán de la Cogolla. En el curso de sus pesquisas se
encontrará con un misterioso grimorio de texto encriptado que le llevará a dar
un quiebro brusco a su vida y reencontrarse con pasiones juveniles que creía
por completo enterradas. Con una prosa pulcra y precisa y unos diálogos ajustados
al castellano de la época, La fuente de
los siete valles es una novela equilibrada que se enriquece con una
documentación muy cuidada (pero no desmedida) con tonos de novela histórica y
de novela sentimental, en que se combina la verosimilitud con una fabulación
sorprendente. Reproducimos un fragmento descriptivo sobre el monasterio abandonado de Suso.
“Caminé
monte arriba hasta llegar al monasterio de Suso por un sendero sombrío, merced
a la celosa custodia de su arbolado. Antes de entrar, contemplé la belleza del
paisaje. Desde aquella atalaya, la vista de Yuso en medio del valle desbordaba
grandiosidad. Más penoso fue constatar los destrozos de aquel pequeño templo
semiescondido en una dehesa herida por una brutal tala de árboles de la que, a
pesar de los años transcurridos, todavía
quedaban vestigios.
Empujé con
cuidado el desvencijado portón, temeroso de que cayera al suelo. Algunas de las
paredes amenazaban ruina, si bien se observaban tejas nuevas en el techo. En el
zaguán quedaban restos de los abrevaderos construidos por el pastor al que
habían alquilado el convento tras su desamortización. Si uno conoce los sitios
por los que transita, presenciar su abandono resulta aún más cruel.
El silencio
que invadía el cenobio parecía la queja queda del sinfín de monjes allí
enterrados o de los espíritus de los infantes de Lara, o quizás los de Toda,
Ximena y Elvira, las tres reinas de Navarra que yacían en los sarcófagos del
atrio. Costaba creer que aquel espacio, ocupado antiguamente por los mejores
copistas del reino, luego hubiese sido refugio de ovejas, vacas y mulas, de
modo que el viejo monasterio más se asemejaba en aquel momento a una
destartalada casa de labranza que al poderoso lugar que otrora fue dueño de
incontables posesiones, incluida la villa de Logroño.
Aun así, me
sentí sobrecogido. Y no, no era por ser conocedor de cuanto allí había
acontecido, sino por la armonía emanada desde las entrañas de aquel paraje que
se resistía a olvidar su prez. Fui recorriendo las estancias con gran desánimo al verificar su deplorable
estado, mucho peor de lo que cabía imaginar. Solo haciendo un enorme ejercicio
de abstracción podía ir encontrando vestigios de las épocas atravesadas por
aquel lugar, morada de eremitas y luego cenobio visigótico con sus posteriores
ampliaciones, mozárabes y románicas” [pp. 103104].
No hay comentarios:
Publicar un comentario