lunes, 29 de abril de 2019

La fuente de los siete valles


LA FUENTE DE LAS SIETE VALLES

Félix G. Modroño
Donostia, Ed. Erein, 2019, 291 págs.

   De padres zamoranos (su primera obra es un homenaje fotográfico al pueblo paterno, Villalpando, paisajes y rincones, 2002), Félix G. Modroño nace en Vizcaya en 1965. En Salamanca, ciudad en la que cursa Derecho, comenzó a escribir en una revista de la que fue cofundador, Res Nullius. Más tarde, un grave accidente que le tuvo postrado varios meses hizo que retomara su pasión por la escritura publicando en 2007 su primera novela protagonizada por Fernando de Zúñiga y Ayala, La sangre de los crucificados, aparecida en la editorial Algaida. En ella, este catedrático de medicina, marcado por la pérdida de su esposa y padre de dos hijas, antiguo colaborador del Santo Oficio y amigo de la reina regente doña Mariana de Austria, se enfrenta a una serie de muertes que parecen coincidir en el tiempo con la aparición de unas tallas de la imagen de Cristo Crucificado de un sorprendente naturalismo en las facciones. A este ciclo pertenecen otros dos títulos, Muerte dulce (2009) y la reciente Sombras de agua (2016), aparecidas todas en la editorial Algaida. La misma editorial publicó La ciudad de los ojos grises (2012, premio Libreros de Bizkaia, 2013, seis ediciones, traducida al italiano, ambientada en los primeros años del siglo XIX, híbrida entre negra, histórica y sentimental), la novela que le ha dado un mayor reconocimiento de los lectores, y Secretos del arenal (2014, premio Ateneo de Sevilla).
   Ahora, la editorial donostiarra Erein publica La fuente de los siete valles (por donde fluyen los siete afluentes riojanos del Ebro), cuya trama arranca con el regreso a Logroño de Pablo Santos, sacerdote becado en su niñez por un aristócrata y educado en el Seminario Conciliar de la ciudad. Tras dos décadas al servicio del Archivo Secreto del Vaticano, este experto bibliógrafo ha recibido la misión de recuperar los libros desaparecidos, tras los devastadores procesos de desamortización, de la biblioteca de San Millán de la Cogolla. En el curso de sus pesquisas se encontrará con un misterioso grimorio de texto encriptado que le llevará a dar un quiebro brusco a su vida y reencontrarse con pasiones juveniles que creía por completo enterradas. Con una prosa pulcra y precisa y unos diálogos ajustados al castellano de la época, La fuente de los siete valles es una novela equilibrada que se enriquece con una documentación muy cuidada (pero no desmedida) con tonos de novela histórica y de novela sentimental, en que se combina la verosimilitud con una fabulación sorprendente. Reproducimos un fragmento descriptivo sobre el monasterio abandonado de Suso.

   “Caminé monte arriba hasta llegar al monasterio de Suso por un sendero sombrío, merced a la celosa custodia de su arbolado. Antes de entrar, contemplé la belleza del paisaje. Desde aquella atalaya, la vista de Yuso en medio del valle desbordaba grandiosidad. Más penoso fue constatar los destrozos de aquel pequeño templo semiescondido en una dehesa herida por una brutal tala de árboles de la que, a pesar de  los años transcurridos, todavía quedaban vestigios.
   Empujé con cuidado el desvencijado portón, temeroso de que cayera al suelo. Algunas de las paredes amenazaban ruina, si bien se observaban tejas nuevas en el techo. En el zaguán quedaban restos de los abrevaderos construidos por el pastor al que habían alquilado el convento tras su desamortización. Si uno conoce los sitios por los que transita, presenciar su abandono resulta aún más cruel.
   El silencio que invadía el cenobio parecía la queja queda del sinfín de monjes allí enterrados o de los espíritus de los infantes de Lara, o quizás los de Toda, Ximena y Elvira, las tres reinas de Navarra que yacían en los sarcófagos del atrio. Costaba creer que aquel espacio, ocupado antiguamente por los mejores copistas del reino, luego hubiese sido refugio de ovejas, vacas y mulas, de modo que el viejo monasterio más se asemejaba en aquel momento a una destartalada casa de labranza que al poderoso lugar que otrora fue dueño de incontables posesiones, incluida la villa de Logroño.
   Aun así, me sentí sobrecogido. Y no, no era por ser conocedor de cuanto allí había acontecido, sino por la armonía emanada desde las entrañas de aquel paraje que se resistía a olvidar su prez. Fui recorriendo las estancias  con gran desánimo al verificar su deplorable estado, mucho peor de lo que cabía imaginar. Solo haciendo un enorme ejercicio de abstracción podía ir encontrando vestigios de las épocas atravesadas por aquel lugar, morada de eremitas y luego cenobio visigótico con sus posteriores ampliaciones, mozárabes y románicas” [pp. 103104].

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