lunes, 19 de agosto de 2019

Prospect Park


PROSPECT PARK
Diarios, 2014-2015

Sevilla, Editorial Renacimiento, Biblioteca de la Memoria, 2019, 241 págs.

   Nacido en Toledo en 1948, Hilario Barrero vive en Nueva York desde 1978, en cuya universidad se doctoró con una tesis sobre Félix Urabayen y en donde hasta su reciente jubilación ha dado clases de lengua y literatura españolas. Autor de los libros de poemas In tempori belli (1999, premio de poesía “Gastón Baquero”), Agua y Humo (Cuadernos de Humo, 2010), Libro de familia (Cáceres, 2011), Tinta china (Cylea Ediciones, 2014) y Eduación nocturna (Renacimiento, 2017) ha publicado hasta ahora los diarios Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005) y Días de Brooklyn (2007), todos ellos en la editorial asturiana Llibros del pexe. Más tarde aparecieron Dirección Brooklyn (Universos, 2009), Brooklyn en blanco y negro (Mieres, 2009), NuevaYork a diario (Impronta, 2013) y De Prospect Park a Zocodover (Nueva York, Cuadernos de Humo, 2015) y Diarios (La isla de Siltolá, 2015).
   Pero Hilario Barrero es autor asimismo de traducciones de autores como Jane Kenyon (Otherwise.The poetry of Jane Kenyon, Pre-textos, 2007), Ted Kooser (Delights and Shadows (Pre-textos, 2009), Henry James (El amante de Italia, Grand Tour, 2009), ademas de editor de una antología bilingüe de autores ingleses y americanos titulada Lengua de madera. Antología de poesía breve en inglés (La isla de Siltolá, 2011) y de La esperanza es una cosa con alas, de Emily Dickinson  (2017), Luces y sombras y otros poemas de Nueva York, de Sara Teasdale (2018) y A quien pueda interesar. Antología de poesía en inglés (2018). En la actualidad, dirige la revista Cuadernos de humo.
   Ahora, la editorial sevillana Renacimiento publica su último diario, Pospect Park, que recoge entradas de los años 2014 y 2015. Como en diarios anteriores, acompañamos en estas páginas al escritor en su vida cotidiana en la gran ciudad, como profesor universitario que está a punto de despedirse de su tarea docente, como hombre que se ve empujado al declive de la vejez, que vive el presente acompañado por los recuerdos de su niñez toledana. Si al modo de Jorge Guillén, distinguiéramos en las entradas entre las “fuerzas positivas” y el “coro”, entre las primeras habría que incluir los paseos por calles y parques, la asistencia a exposiciones y conciertos, la reflexión sobre la propia creación litería, sobre los entresijos de la traducción, la contemplación de los paisajes urbanos de la ciudad en las distintas estaciones del año (las vastas nevadas, el frío intensísimo, la defoliación otoñal de los parques…), la amistad, las relaciones laborales (no todas amistosas), el amor como un refugio fiel, los recuerdos de su niñez y su adolescencia en Toledo (la belleza de la liturgia de las festividades religiosas y los amargos recuerdos de una educación coercitiva en una ciudad que acunó su niñez pero, a la vez, acabaría expulsándolo), los viajes a España (Toledo, Gijón, Oviedo)… Al “coro” pertenecen el abandono obligado de sus libros, los numerosos fallecimientos de amigos y seres queridos, las revisiones médicas periódicas y la amenaza cierta de la vejez, convertida en motivo de numerosas entradas: “Un viejo está hecho de enlaces, un viejo tiene faltas de ortografía en la razón, sangres mezcladas, camisas llenas de arrugas y un olor a leche cortada y agria. Ser viejo es ir hacia el abismo, hundirse en las tinieblas, dejar de oír los cantos de sirenas, saberse invisible, cristal empañado de una niebla espesa y grasienta”.
   “Escribir un diario -afirma el escritor- es formular la existencia humana en términos literarios porque la vida es el cuento de nunca acabar”. Los de Hilario Barrero nos entregan, una vez más, una imagen ya familiar para sus lectores, la de un hombre movido por los más nobles impulsos, protagonista de una vida de hábitos reiterados, pero en modo alguno repetitiva: “en Hilario Barrero todos los caminos llevan al asombro y a la melancolía como en Brooklyn todos los caminos llevan a Prospect Park. Hilario Barrero es un caminante con los ojos muy abiertos hacia adentro y hacia afuera. Nada escapa a su curiosidad y por eso nunca deja de sorprendernos y nunca nos cansamos de leerle” (García Martín, J. L. Nota de contraportada). Su  prosa, desde las primeras entregas, ha ido refinándose hasta el punto de que sus textos permitirían en ocasiones su reproducción en verso (“La nieve, como un sastre aplicado, ha trazado con el jaboncillo blanco, en las junturas de las aceras, delicados pespuntes que la tijera del sol, en su momento, convertirá en agua”, p. 14); en otras se aproxima al perfil de las greguerías: “Las lágrimas de la lluvia se columpian en el pañuelo del alambre bordando iniciales líquidas”. Reproducimos la entrada correspondiente al 31 de mayo de 2015.
   
   DOMINGO, 31. Según habían anunciado a las seis, con puntualidad real, unas nubes comienzan a envolver la vista de Manhattan. Avanzan lentas y va cayendo un telón de acero que cubre las antenas de los altos edificios, cruza los puentes, camina entre avenidas, pone visillos a miles de ventanas y, de pronto, la ciudad desaparece. Caen las primeras gotas. Comienza a oler a tierra mojada y las primeras sirenas de ambulancias y bomberos chillan a través de la lluvia. Pasa gente corriendo, un arroyo de agua sucia baja atropellado hasta el desagüe que está atascado de ramas y cartones. Crece un charco que cubre la calle. Los truenos se repiten y la oscuridad hace que la tarde sea noche. Huele el aire a incienso. El vendaval empuja la lluvia como si fuera una bandada de pájaros. De pronto, a lo lejos, tímidamente, aparece una luz como de hojalata, metálica y casi de Sorolla. La oscuridad se evapora y la lluvia descansa. La calle vuelve a llenarse de ruido. El charco de agua negra y sucia desaparece tragado por el drenaje de la calle. Se oyen lejanos, como el ronroneo de un enorme gato, los truenos. Uno que ha estado acompañando la tormenta desde la terraza, entra a la casa con la mirada llena de lluvia y un temblor de sombra mojada. Nota que las secas hojas de eucalipto cargadas de polvo y de tiempo, que duermen en un florero de cristal azul, desprenden un perfume como si hubieran sido recién cortadas. La fuerza de la lluvia les ha dado, momentáneamente, vida. Huele la casa a soledad boscosa. Comienza el acero a deshacerse y deja ver, a lo lejos, la armadura gris de Manhattan” [pp. 175-176].

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