CORRESPONDENCIAS – KORRESPONDENTZIAK
Héctor Abad y Fernando Aramburu
San Sebastián, Fundación Donostia, 2016, 191
páginas.
Prólogo – Atarikoa de Amos Oz
Con
ocasión de la elección de San Sebastián como capital europea de la cultura, la
fundación Donostia ha reunido en un volumen las cartas que el escritor
colombiano Héctor Abad (Medellín, Colombia, 1958) y Fernando Aramburu (San
Sebastián, 1959) se cruzaron entre septiembre de 1015 y junio de 2016 antes de
su encuentro en la capital guipuzcoana en noviembre de ese mismo año.
Naturalmente, la elección de estos dos nombres no tiene nada de casual. Ambos
han sido testigos de la violencia en sus comunidades (País Vasco y Antioquia) y
los dos han reflejado en sus trayectorias narrativas un conflicto que ha
ensangrentado las dos naciones durante décadas. El narrador colombiano trazó un
cuadro de la violencia de guerrilla y paramilitares en La Oculta (2014); años antes, en El olvido que seremos (2006) había escrito la biografía de su padre
asesinado por razones políticas. Fernando Aramburu relató la violencia de ETA
(y la complicidad de la sociedad vasca) en los relatos de Los peces de la amargura (2006; en El vigilante del fiordo, otro libro de relatos de 2011, se abriría
a otras formas de terrorismo o violencia) y en una de las mejores novelas publicadas
recientemente, Patria (2016), que se
propone un reflejo social del conflicto entre vascos, pero apenas si se refiere
a las víctimas no vascas de extorsiones y atentados (la mayoría de los casi
novecientos asesinatos). Entre otros numerosos asuntos (familia, lecturas, hábitos de escritura, concepción de
la literatura…) ambos escritores se enfrentan a la lacra de la violencia.
Tampoco
es casual que abra el volumen un prólogo-entrevista de Amos Oz, testigo
privilegiado del conflicto palestino-israelí. Reproducimos fragmentos de los
tres colaboradores.
Amos Oz
“La
principal diferencia entre una tragedia de Shakespeare y una comedia de Chejov
es que al finalizar una tragedia de Shakespeare el escenario está cubierto de
cadáveres y quizás -solo quizás- se haya impuesto la justicia. Al término de
una comedia de Chejov, todo el mundo está decepcionado, afligido, derrotado o
desencantado, pero vivo. Y toda mi vida he pensado que deberíamos luchar no por
un final feliz del conflicto -nunca he creído en los finales felices de los
conflictos-, sino por una solución chejoviana” [p. 12].
Fernando Aramburu
“Sucede
que entre mis compatriotas vascos se daba y se sigue dando una tendencia a
proyectar las peculiaridades locales en abstracciones y, por tanto, en mitos.
Esta operación prevé la colectivización de los sentimientos. En el caso del
País Vasco dicha operación es claramente agonista y no concuerda ni de lejos
con el alto nivel de vida de los ciudadanos. La idea inicial del referido
agonismo es que un pueblo está en peligro de desaparecer. Otra versión aún más
paradójica postula la existencia de un pueblo antiquísimo que aspira a constituirse
como tal pueblo. Quien dice un pueblo,
dice una lengua, unas costumbres, unas esencias. De ahí a establecer la
selección de los puros hay menos de un paso, e idéntica distancia separa el
filtro selector de la exclusión de quienes no se ajustan a la imagen uniforme, obligatoria” [pp. 57-58].
Héctor Abad
“Les dije exactamente eso, que yo era dos, y que a veces era Héctor, sobre todo en Colombia, en la pasión y la lucha política, en la agitación sin tregua de los días, y a veces era Abad, en el retiro monacal del mundo, en el silencio, en el ensimismamiento, aquí, lejos de todo. Siento que en ese péndulo se me va la vida, y siento que ese péndulo describe muy bien nuestro ejercicio como escritores: enajenarse, ensimismarse. Enloquecerse en el campo de batalla del mundo (las bombas de ETA, los disparos de los paramilitares y los secuestros de la guerrilla, nuestra indignación y nuestro dolor, nuestra locura), luchar así sea contra semidioses que nos van a matar, y luego encerrarse, enclaustrarse en una celda, luchar tan solo con lo que esconde -ese misterio- detrás de las duras paredes del cráneo, y en ese proceso mental producir algo, dejar que las palabras digan lo que no pueden decir nuestros actos” [p. 86]
“Les dije exactamente eso, que yo era dos, y que a veces era Héctor, sobre todo en Colombia, en la pasión y la lucha política, en la agitación sin tregua de los días, y a veces era Abad, en el retiro monacal del mundo, en el silencio, en el ensimismamiento, aquí, lejos de todo. Siento que en ese péndulo se me va la vida, y siento que ese péndulo describe muy bien nuestro ejercicio como escritores: enajenarse, ensimismarse. Enloquecerse en el campo de batalla del mundo (las bombas de ETA, los disparos de los paramilitares y los secuestros de la guerrilla, nuestra indignación y nuestro dolor, nuestra locura), luchar así sea contra semidioses que nos van a matar, y luego encerrarse, enclaustrarse en una celda, luchar tan solo con lo que esconde -ese misterio- detrás de las duras paredes del cráneo, y en ese proceso mental producir algo, dejar que las palabras digan lo que no pueden decir nuestros actos” [p. 86]
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