CUENTOS DE IDA Y
VUELTA
Mónica Lavín /
Octavio Escobar
Mérida, Editora
Regional de Extremadura, Col Vincapervinca, 2010, 305 págs.
Edición, introducción y notas de Antonio María Flórez
Cuentos de ida y vuelta, que publica ahora la Editora Regional de Extremadura en su colección Vinvapervinca, reúne dos libros de
cuentos: El sombreo negro, de la
escritora mexicana Mónica Lavín, y Ouija
y otras ficciones del colombiano Octavio Escobar. En la amplia y
documentada Introducción que abre el volumen (“El cuento de allá”), Antonio María Flórez traza un recorrido sobre el género en Hispanomérica para centrarse
después en los países de los autores
seleccionados. En el caso mexicano, el estudioso, al referirse al panorama más inmediato recoge dos citas que
reproducimos: “Veinte años después, Ramón Alvarado [“El crack: veinte años de
una propuesta literaria”] reflexiona sobre su papel como un movimiento de
importancia en la transmisión hacia el nuevo siglo de la literatura mexicana:
‘Esta es una literatura a partir de la cual podemos hacer un balance de los
cambios más importantes de los aspectos culturales, sociales, ideológicos”
ocurridos en el país en los últimos años y concluir adhiriéndose a lo expresado
por Chávez Castañeda [El cuaderno de las
pesadillas]: ‘La expedición a la narrativa mexicana del tercer milenio
termina donde el porvenir comienza. Ante nosotros quedaron abiertos una
infinidad de posibles futuros” y una narrativa, una cuentística, de gran vigor
y auspicioso futuro” (“El cuento mexicano", p. 41].
Dentro de este prometedor panorama del
género, Mónica Lavín (Ciudad de México,
1955) es una de sus más destacadas representantes. Bióloga de formación y
profesora-investigadora desde 2005 de la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México en la Academia de Creación Literaria, ha conducido varios programas de
entrevistas a escritores tanto en radio como en televisión y es columnista del
diario El Universal. Desde 1986 en
que aparece su primer volumen de relatos, Cuentos
del desencuentro y otros, ha desarrollado una nutrida trayectoria con obras
ensayísticas (Apuntes y errancias,
2009; Cuento sobre cuento, 2014…),
novelas (como Café cortado o Yo, la peor sobre Sor Juana Inés de la Cruz,
ambas premiadas) y, de modo especial, el cuento, con títulos como Nicolasa y los encajes (1991), Ruby Tuesday no ha muerto (1996), Uno no sabe (2003), La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert (2008), Pasarse de la raya (2011) o Manual para enamorarse (publicado en
España en 2012 y en México en 2013).
Sobre el género que ha cultivado de modo
preferente, el editor literario recoge un par de citas que definen su
concepción del relato: “El cuento es un género de intensidad… es un género de
golpe” mientras que la novela es un género ‘de acumulación hasta crear
personajes con una estructura que sea poderosa y que cuente una historia […] el
cuento es un género en vilo, anda por la cuerda floja con la gracia perfecta
del equilibrista, la caída es mortal o inapelable. Nada debe sobrar, nada debe
faltar al cuento y sin embargo debe denotar una prosa tersa y fluida. La dosis
entre lo descarado y lo oculto es la facultad de la intuición y el oficio”[pp.
59-60].
El
sombrero negro reúne diez relatos que vienen a confirmar estas consideraciones.
De uno de ellos, “Uno no sabe”, reproducimos la apertura en que el narrador, un
niño, sufre una pérdida irreparable que le llevará a crecer urdiendo una
terrible forma de venganza.
UNO NO SABE
“Uno sabe que un día se irá a la cama y
cuando despierte papá pondrá los cereales en la mesa nervioso y sin haberse
rasurado, las hermanas hablarán en voz baja y nadie dirá que mamá no está. Uno
se irá a la escuela pensando que la verá al volver, pero será Trini quien abra
la puerta del departamento, sirva la sopa fideo y rezongue porque de ese día en
adelante le toca disponer como si fuera la señora de la casa. Uno piensa que
alguien lanzará algo, un quejido, una pregunta, un plato porque una madre no
puede irse así. En vez, las hermanas acarician la cabeza de uno, y papá llega
por la noche a preguntar sobre la escuela y el futbol con impostado interés.
Sentado al borde de la cama no se fija que uno no se lavó los dientes y parece
que va a comenzar a explicar algo, pero los ojos se extravían entre las repisas
con coches de juguete y suelta un buenas noches apresurado. Uno no sabe que el
silencio será la explicación, que todos andarán como si la voz de la madre
ausente fuera humo, como si los domingos siempre hubieran sido cuatro a la mesa,
como si vendieran los calcetines con hoyos y fuese normal que Trini lo llevara
al doctor en un taxi. Y uno irá a la escuela con los ojos como platos, con el
asombro pegando las pestañas a los párpados porque nadie se ha atrevido a
llorar, a patear las puertas, porque el único cambio visible son las fotos
removidas. Sólo en el buró del padre está una en blanco y negro donde se miran
los dos alegres, sentados en una banca. Vestigios de su madre en el cuarto que
poco frecuenta uno, porque más vale no naufragar en el tamaño de la cama, en la
doble almohada ni tras las puertas del clóset. Uno ni siquiera sabe si allí
todavía cuelgan sus vestidos porque las hermanas se han encargado de echar
llave, y son ellas las que van a los festivales de la escuela, firman las
calificaciones, hablan con las maestras. El padre callado pasea por la casa
como telón de fondo; uno supone que es la única forma posible de aceptar que no
hubiera un beso de despedida” [pp. 179-180].
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