lunes, 16 de marzo de 2020

Las nueces del más allá


LAS NUECES DEL MÁS ALLÁ

José Antonio Ramírez Lozano
Mérida, De la luna libros, Col. Lunas de Poniente, 2020, 73 págs.

   José Antonio Ramírez Lozano (Nogales, 1950) ha desarrollado de modo paralelo una nutrida trayectoria de poemarios, libros de literatura infantil y juvenil (aparecidos en editoriales como Edelvives, Alfaguara, Algaida, Kalandraka, Anaya, S. M. o Hiperión) y narraciones que comparten motivos repetidos y similares predilecciones formales. Objeto de numerosísimos galardones (Azorín, Claudio Rodríguez, Juan Ramón Jiménez, José Hierro, Blas de Otero, Ricardo Molina, premio de la Crítica Andaluza o los extremeños Ciudad de Badajoz, Felipe Trigo o Cáceres de novela corta),  su obra en prosa se inició con Don Illán (Orihuela, 1978), una narración corta con algunas de claves de su mundo narrativo, a la que han seguido otros muchos títulos, como Gárgola (Cátedra, 1985), Titirimundi (Ediciones Libertarias, 1987), La gran oca (Melinchón / Stábile, 1990), La Historia Armilar (Aguaclara, 1991), La derrota de los fabulistas (Aguaclara, 1994), Animañas (ERE, 1995), Bata de cola (ERE / Libertarias, 1995), El birrete de papel (Diputación de Badajoz, 1996), Las argucias de Frestón (Algaida, 1997), Letanías de San Garabito (Algaida, 2000), Los reinos de Artemón (Algaida, 2001), El capirote púrpura (Algaida, 2003), Iscariote (Algaida, 2005), La flor del toronjil (Junta de Castilla-León, 2007) La oca de oro (Menoscuarto, 2008), El sueño de la impostura (KRK, 2009), Las manzanas de Erasmo (Algaida, 2010), Habas contadas (Diputación de Badajoz, 2010), El crimen de Ampurio Pinto (Diputación de León, 2012), El domador de zapatos (Diputación de Badajoz, 2015), El relojero de Yuste (Ediciones del Viento, 2015), Los celos de Zenobia (Pretextos, 2016), El camello de oro (Carpenoctem, 2018) y Un calcetín lana rojo (Menoscuarto, 2019).
   Ahora, la editora emeritense De la Luna libros publica en su colección Lunas de Poniente una compilación de seis relatos emparentados entre sí por el espacio en que sitúan sus tramas (el pueblo de Monsalud) y el hecho histórico que abordan de modo central o periférico, la guerra civil, recordada en relatos que se corrigen mutuamente y en los que sobresalen una portentosa imaginación, el humor y la poesía.
   Reproducimos el arranque del primero de ellos (“La exhumación del Caudillo”).


I. LA EXHUMACIÓN DEL CAUDILLO

   El de Monsalud fue un tiempo camposanto sin nichos donde pastaban las vacas del concejo. Entraban por el portillón de la muralla y rumiaban las matas de achicoria y los pepinillos del diablo que brotaban junto al osario. Pero respetaban las tumbas terrizas de los parroquianos pobres y olisqueaban las flores que sus deudos dejaban junto a la cruz de palo sin llegar a probarlas. Y eso por más que estuvieran frescas, recientes del día de Tosantos. Ni las rosas ni los crisantemos, los animalitos ramoneaban sólo los cardos y magarzas, esas flores profanas que daban una leche caliente y espesa que las vacas iban regando con sus pezones por las tumbas, como un hilo de vida que tramara aún el tiempo de la dicha.
   El camposanto de Monsalud no era entonces más que un corralón abierto contra la muralla del castillo, paredaño de una iglesia a la que subían a rezar los parroquianos. Tiene el pueblo Monsalud —así lo canta el romance de ciego— cuatro calles, dos aceras/ y un castillo en lo más alto/ al que suben por su cuesta/ los difuntos cuando mueren/ y los vivos cuando rezan, / que juntos no suman más/ de novecientos ochenta.
   Desde que en 1821 los echasen del suelo de la iglesia, los difuntos habían tenido que irse enterrando bajo el calizo. Una zanja por muerto, que cavaba el enterrador y que no regaba otra agua que la del responso. Un sembrado de cruces encaladas sin más cosecha que el olvido.
         —A mí no me traga la tierra, María de la Concepción —le confesó Don Justo Bernáldez a su doña con la solemnidad de un designio.
   Don Justo Bernáldez y Melgar era un hombre de fortuna y acomodo que había más de mil fanegas de dehesa y para tierra le bastaba con la que tuvo en vida.
         —Deja de pensar en eso, Justo —se santiguó ella—. Mira que es pecado de soberbia.
         —Yo quiero un nicho contra la muralla —determinó—. Un panteón como el que doña Salomé tiene en la Almudena, Concha. Tú vendrás conmigo; no quiero que te coman las ratas.
   El de don Justo fue el primer y único panteón del camposanto. Un marmolista de Almendralejo le tomó las medidas. Cuatro cuerpos con sus lápidas rematadas por una cruz en su cornisa que le daba un aire de templete.
   Aun así, las vacas seguían entrando y hubo que ponerle coto. Por eso le encargó una verja al herrero. Y quiso la fortuna que tuviera otros de su parte. Porque fue rematar la obra y seguirle Juan Ramírez en su empeño. Este tal Ramírez mandó abrir dos nichos bajo la muralla y luego Marisa Cuenda otros dos sobre aquellos. De manera que a primeros del siglo pasado eran ya más de cincuenta los nichos y no parecía de recibo que las bestias pastasen en los campos de Dios.
         —Una sola y no más, —concluyeron los del concejo sea la del enterrador que cobra de mano de la Muerte  y ha de mirar por la vida.
   La vaca de Cisco, el enterrador, se llamaba Nina y era una vaca ciega que rumiaba las flores que los deudos traían por noviembre. Una leche la suya que sólo bebía Cisco, por del diablo como la tenían. Lo que los vivos no sabían era que los huevos que vendía el enterrador eran de las gallinas que anidaban en los nichos vacíos de las murallas. Tres pollitas habadas que picoteaban los brotes verdes de acerones y a la noche acudían a poner en los huecos.
   Y en los nichos siguieron empollando hasta el año treinta y seis. Mas no sin sobresaltos. Por entonces el cementerio estrenó la tapia recién encalada que da al castillo. Contra ella cayeron fusilados Jesús Ramos, un hijo de la Martina Sanz y las hermanas Suárez, devotas ambas, acusadas de proveer de tabaco a los rojos de la sierra, tan vecina su huerta como la tenían. La estampida del trallazo delató a las gallinas en su alboroto y esa misma tarde del veintiuno de octubre, san Hilarión, cayeron las tres en la olla. Claro que, con ser rancho escaso el suyo para todo un regimiento, no se conformaron con ellas y descuartizaron también a Nina, cuyos huesos fueron a dar sin distingos en la fosa misma de los fusilados [pp. 13-15].

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