EL HUERTO DE EMERSON
Luis Landero
Barcelona, Tusquets Editores, Col. Andanzas, 2020,
234 págs.
“…aunque el ancho mundo esté lleno de oro, no le llegará ni un grano de trigo por otro conducto que por el del trabajo que dedique al trozo de terreno que le ha tocado en suerte cultivar”. En esta cita de Emerson, ya utilizada por el escritor en ocasiones anteriores, está el origen del título del nuevo libro de Luis Landero (Alburquerque, 1948), un “terreno” en el que sitúan tanto sus novelas, aparecidas a lo largo de cuatro décadas, desde Juegos de la edad tardía (1989) hasta Lluvia fina (2019), como sus libros de no ficción, Esta es mi tierra (ERE, 2000) y El balcón en invierno (2004), grupo este último al que se suma ahora El huerto de Emerson, un nuevo recorrido por la comarca del recuerdo pues “la memoria y la imaginación convierten nuestro pasado en un mundo inagotable donde todo está por descubrir”.
Por los
quince capítulos de la narración encontramos motivos ya familiares, como la
evocación de la niñez en el pueblo y la campiña de Alburquerque (un mundo y una
cultura extintos: “esas cosas se habían contado durante siglos alrededor del
fuego, y en verano al fresco de la calle […] pero ahora yo no tengo a quien
contárselas”), con los destellos luminosos de una infancia repleta de primicias
(“La primera vez que sentimos el latir de un pájaro vivo entre las manos. La
primera vez que dormimos en el campo bajo las estrellas. Esa es la infancia: la
edad de los hallazgos perdurables. Por eso la infancia es para siempre”). Pero
en la narración, las personas humildes de aquel mundo antiguo y, después, los
conocidos y compañeros de sus primeros años en Madrid, conviven ahora con los
personajes conocidos en sus lecturas, de modo que ambos, familiares y amigos de
un lado y seres de ficción de otro, adquieren una consistencia similar,
habitantes de una única región, el recuerdo. Son personajes de las
novelas de Faulkner (de El villorrio, El
ruido y la furia, Santuario…), de Sthendal (Rojo y negro), de Joyce, de las pesadillas narrativas de Kafka (El castillo, El proceso), de obras como el Lazarillo, El gatopardo, Lord Jim, El Jarama, Los pasos perdidos…
que comparten sus andanzas con padres, primos,
primeras novias, amigos, campesinos.
No faltan
las reflexiones sobre la propia escritura basadas en consideraciones propias y
ajenas: “Hay que olvidarse de todo lo
que hemos escrito y leído antes. Pasa como los amores, que siempre son de
estreno”, “Cuando uno empieza a tachar es que la cosa marcha, hay un rumbo, un
criterio”, “Solo se puede imaginar lo que está ausente” (Proust), “Es mucho más
difícil describir que opinar. Por eso todo el mundo opina” (Pla), o los
avatares de la propia escritura con momentos de aridez y de imprevista fertilidad creativa:
“… se escucha un rumor a lo lejos: son las palabras que regresan de nuevo,
entre risas y músicas de fiesta. Son ellas”
Reproducimos un fragmento del último capítulo (“Días de invierno”), una
evocación del paisaje de la campiña en esta estación impregnada de sensaciones
(el gemido del viento, el ronroneo de un gato, el olor de los braseros, las viejas
arrebujadas como corujas) y emociones afligidas (el miedo, el desamparo, la
desolación, la muerte).
“En los
días de invierno de mi infancia, mi pueblo encogía, se encerraba en sí mismo,
como los pájaros y los gatos, y también encogía la gente, y todo era entonces
más pequeño, salvo los campos, que parecían más desolados y más grandes que
nunca. Campos yermos y desabrigados donde hasta el viento gime, temeroso y
errante. Las puertas, que habían estado abiertas hasta después de las fiestas
de septiembre, se cerraban de día y se atrancaban de por la noche. En
invierno la gente tiene más miedo que en
verano. El viento llevaba por las calles el olor amoroso de los braseros, y las
viejas caminaban más aprisa, arrebujadas como corujas, temerosas de Dios y del
diablo. Lo más escondido y secreto de las carnes jóvenes volvía a la vergüenza
y al espanto de lo prohibido. En invierno se hablaba más bajo, había largos,
impenetrables silencios, solo rotos por las toses que, al cabo del verano,
regresaban con notas más graves y profundas. La cigüeña se fue hace ya tiempo,
el gato ronronea gustoso junto al fuego, chamuscándose casi los bigotes, y los
perros sin amo caminan en invierno un poco de lado, casi al bies, y ya no
ladran con la facilidad y la alegría de antes. En días así, los muertos estarán
más solos y olvidados que nunca. Allí estarán también mis padres, quién sabe si
esperando a que me aprenda el camino y les lleva las flores que les debo. Y el
viejo marino no acaba nunca de llegar…”[pp. 231-232].
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