lunes, 15 de febrero de 2021

Llévame a casa

LLÉVAME A CASA

 Jesús Carrasco

Barcelona, Seix Barral, 2021, 313 págs.

    Nacido en Olivenza (Badajoz) en 1972, su primera novela, Intemperie (Seix Barral, 2013), lo ha consagrado como uno de los debuts más deslumbrantes del panorama literario internacional y ha sido galardonada con el Premio Libro del Año otorgado por el Gremio de Libreros de Madrid, el de Cultura, Arte y Literatura de la Fundación de Estudios Rurales, el English PEN Award y el Prix Ulysse a la Mejor Primera Novela. Ha quedado finalista del Premio de Literatura Europea en Holanda y del Prix Méditerranée Étranger en Francia. Elegida como Libro del Año por El País en 2013 y seleccionada por The Independent como una de las mejores novelas traducidas de 2014 en Reino Unido, Intemperie ha sido publicada en veintiocho lenguas y ha sido adaptada al cine por Benito Zambrano. Su segunda novela, La tierra que pisamos (Seix Barral, 2016) ha sido galardonada con el Premio de Literatura de la Unión Europea.

   Ahora, la misma editorial publica Llévame a casa, cuya trama arranca cuando Juan recibe en Edimburgo, donde trabaja en oficios de supervivencia, una llamada de su hermana Isabel: su padre, enfermo de cáncer, acaba de morir. Regresa al pueblo de su padres, Cruces, una aldea toledana próxima a Torrijos, a tiempo para asistir al sepelio con la intención de regresar a Escocia siete días después (ha sacado un billete de ida y vuelta), pero su hermana le da otra mala noticia, la madre padece los primeros síntomas de Alzheimer: alguien tiene que permanecer a su lado y ella tiene que trasladarse con su familia a Virginia por motivos laborales para vender su empresa a unos inversores americanos.

   Juan comienza a interesarse por los asuntos familiares: estado en que se encuentra la empresa, visitas de su madre al cardiólogo, gestión de la pensión, mientras va recordando la figura del padre: un hombre trabajador (que arruinó su salud en una fábrica de fibrocemento de Getafe que al fin le provocaría un cáncer), emprendedor (funda una fábrica de puertas a la vez que sigue cuidando de un huerto, una viña y un almendral), pero también autoritario y terminante, apegado al pasado que “seguía calculando el grano en fanegas, el vino en arrobas, el dinero en duros y los desafíos en pares de cojones”.

   De corte realista, centrada en unos pocos personajes perfectamente delineados, la novela se centra en un entorno humano reducido (padres y hermana, un par de amigos), de modo que a la vez que familiar es también una novela generacional al retratar a aquellos padres que se sacrificaron por dar una formación académica a sus hijos y descubrieron consternados como esta decisión, repleta para ellos de privaciones, los alejaba de la casa paterna (y del destino que soñaron para ellos; no es baladí recordar que los hijos llevan el mismo nombre que los padres, ¿quién va a cuidar de ellos y del patrimonio que heredarán?). Si la actitud de Juan es distanciada e indiferente en un principio (llega a emborracharse el día del entierro de su padre), irá de modo progresivo involucrándose emocionalmente (en un mundo en que la expresión emotiva se reduce a alguna caricia aislada en una mano o en una mejilla), mientras se repite una pregunta: “Mi padre ha muerto y yo no estaba a su lado, ¿por qué no estaba?”.

   Aunque la procedencia de los materiales narrativos es un aspecto irrelevante en una obra de ficción, conviene recordar que en la novela hay numerosos datos biográficos o próximos a la biografía del autor (vivió durante muchos años en Torrijos, se licenció, como el personaje, en una universidad de Madrid, vivió durante años en Edimburgo y se vio obligado a regresar a la muerte del padre…), lo que puede explicar esa carga conmovedora no expresa mientras que el personaje concluye que, como piensa la madre, la condición de la “dignidad de lo humano es dar cobijo, sustento y cuidado [a los padres] en el  tramo final y luego continuar con la vida de uno con la conciencia tranquila y la esperanza de que la siguiente generación haga lo propio”. Reproducimos un fragmento que contrasta la imagen feliz (y falsa) de las familias americanas de películas y series con la sobriedad e incluso la rudeza de las familias españolas de posguerra.

 

   “Al parecer, en las series americanas el amor paternofilial es tan transparente como la luz de la cocina y el dinero mana de los grifos. Ellos, durante muchos años, ni siquiera tuvieron teléfono en casa. Quizá por eso, y por querer parecerse a aquellos niños rubios, su hermana y él llegaron a hacer un teléfono con un taco de madera y una cuerda larga. Cuando merendaban en la cocina, después del colegio, jugaban a llamarse y uno de los dos des-colgaba el teléfono, estiraba la cuerda y se metía en la despensa para hablarle a la madera.

   Pero cómo se iban a parecer sus padres a aquellos padres. Nunca los vio besarse, ni les escuchó decirse «te quiero», nunca hablaron de sexo, ni de drogas, ni de nada que pudiera rascar, ni superficialmente, la costra de dolor, abnegación y mugre de aquella España. A lo sumo un «cuidado con la cerveza». Ahora siente que en la oposición de su padre a su marcha se agazapaba el amor. Uno sin apostura, desde luego, y disociado de la prosperidad económica. Un amor contenido. Un apego a ellos, que un día fueron niños y que les entregaron todo el caudal de amor que los niños contienen. Y quizá, seguro, los acariciaron y los tuvieron en sus brazos y les susurraron al oído. Y eso no es una elucubración. Juan lo ha visto en las viejas fotos familiares. Ellos dos, jóvenes, en una romería del uno de mayo. Posan juntos, cogidos de la cintura. Su hermana y él se esconden tras las piernas del padre que, con la mano libre, le toca el pelo a Juan.

   En esa foto todavía sonríen y Juan se pregunta cuándo se les terminaron las ganas de reír y de acariciar sus cabezas. Piensa que por algún perverso camino dejaron de hacerlo justo cuando la memoria de sus hijos empezaba a almacenar recuerdos” [pp. 76-77].

 

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