LA
LUZ DIFÍCIL
Tomás
González
Bogotá,
Alfaguara, 2011, 132 págs.
Nacido en Medellín (Colombia) en 1950, Tomás González estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y residió en
Estados Unidos durante casi dos décadas. De regreso a Colombia se dio a conocer
con dos novelas, Primero estaba el mar
(1983) y Para antes del olvido (1987,
ganadora del V premio Plaza y Janés), narraciones a las que siguieron un libro
de cuentos, El rey de Honka-Monka
(1995) y un poemario, Manglares
(1997). Más tarde ha publicado las novelas La
historia de Horacio (2000), Los
caballitos del diablo (2003), Abraham
entre bandidos (2010), La luz difícil
(2011), Temporal (2013) y Niebla a mediodía, además de dos nuevas
compilaciones de relatos, El lejano amor de los extraños (2013) y El expreso del sol (2016).
La luz
difícil, que he leído en un ejemplar me hecho llegar Antonio María Flórez,
narra en primera persona los recuerdos que David, un pintor colombiano, guarda
de sus años de Nueva York, ciudad en la que vive con su esposa Sara y sus tres
hijos. Jacobo, el mayor, ha sufrido un accidente de tráfico que le ha dejado
parapléjico. Cansado de sufrir unos dolores insoportables para los que no halla
remedio, el joven decide viajar con su hermano a Portland en donde el suicidio
asistido no se castiga penalmente. David y Sara, sus padres, permanecen en
Nueva York atentos a los teléfonos. Consideran razonable la decisión de su hijo
porque han sido testigos del infierno en que se ha convertido su vida tras el
accidente, pero aún conservan una ilusoria esperanza: tal vez en el último
momento se arrepienta.
Reproduzco un fragmento en que los padres de
Jacobo, echados en la cama, aguardan en silencio, combatiendo cada uno su
angustia, una llamada telefónica.
“Al
avanzar los segundos, la realidad se hacía más intensa. La mano de Sara estaba
un poco fría, pero fue entibiándose. Sentí irregularidades en mi corazón,
pequeños saltos y murmullos y también golpes que alcanzaban a sacudirme
imperceptiblemente el cuerpo. “No me puedo morir ahora”, pensé. “¿Qué sería de
ellos?”. Empecé a respirar con más profundidad y regularidad, hasta que el fin
murmullos y golpes cesaron. Pero no las llamas. “Tampoco puedo andar brincando
a cada rato como loco por la claustrofobia, y menos ahora”, pensé, y logré
controlarme. Pensé en el irlandés que pintaba obispos que daban alaridos. El
tiempo pasaba muy despacio, casi se devolvía, pero era para triturarnos mejor y
mejor lamernos con las llamas. En el apartamento se volvió a instalar el
silencio insidioso, a pesar de que Debrah y James hablaban en la cocina y
Arturo punteaba en su cuarto; a pesar de que sonaban las botellas quebradas de
siempre del Lower East Side y los gritos que llegaban de tiempo en tiempo, como
de muy lejos…
“Hey, you! Fucking bitch!”, gritaban”.
[pp. 98-99]