lunes, 22 de julio de 2019

Los olivos



Los olivos


   Con frecuencia, en vacaciones y fines de semana su padre lo llevaba con él a los olivos. Siempre había algo que hacer aunque fuera algo nimio: guiar las ramas de una higuera plantada en un claro o cortar una vara para un injerto. Recuerda en especial los días de marzo, ventoso y pendenciero, que acamaba las mieses y alborotaba las copas de los olivos. De las lindes volaban espantadas las alondras trinando hacia un cielo por el que cruzaban raudas nubes viajeras, mientras podía oírse por aquellos contornos el canto de la naturaleza en primavera: arrullos, gorjeos, silbos, zureos… En las marrás crecían esparragueras, lirios silvestres, ramitas de espliego, capuchinas de color morado con forma de lamparillas. Entre los sembrados, por la cañada de enfrente, un rebaño de ovejas y corderos subía la ladera embebido en ser muchas cosas felices al mismo tiempo. 
   Uno de los olivares del Cerro de los Bueyes lindaba con una suerte en que el trigo por el mes de mayo encañaba entreverado de avena morisca y llamaradas rojas de amapolas en unas imágenes de una belleza deslumbrante, como si la naturaleza acabara de ser creada. Miraba a su padre entonces y descubría sorprendido en su cara una expresión de contrariedad mientras chasqueaba la lengua con desaprobación.
   Mucho después descubriría que los adolescentes, a quienes daba clase, carecían de conciencia retórica de los textos literarios. En aquellas visitas campestres descubrió que los campesinos no poseen una conciencia estética de la naturaleza como mostraba la cara de disgusto de su padre mirando el trigal: no había curado lo suficiente o lo había hecho tarde, lo que amenazaba con una merma en el rendimiento. Y es que, como afirma Marc Badal en el libro citado, “la mirada del campesino era capaz de captar un cúmulo de significaciones imperceptibles para los demás. Incluso también para los campesinos de otro pueblo. Pero era incapaz de ver aquello que llama más nuestra atención cuando vamos al campo. Lo primero que salta a la vista cuando alguien de fuera contempla un lugar. Especialmente si es de ciudad.
   Los campesinos no veían el paisaje.”
   Pasaba lo mismo allá en las estribaciones de la sierra de La Lamparona, en la Raya. En otoño, los castaños y los nogales teñían de numerosas gamas de ocre sus copas sobre el fondo verde oscuro de los pinares, pero todo lo que un campesino podía contestar frente a un comentario encendido ante aquel espectáculo natural era: “Es lo que tiene octubre”. Formaban parte de esa misma naturaleza y les faltaba un mínimo de distanciamiento para contemplarla como paisaje. Su mentalidad, ya urbana, había disociado la utilidad de la belleza, pero en ellos aún permanecían unidas, y si miraban fijamente la copa de un aliso junto a un regato era para decir cosas como “de esa rama salía un cabo para un zacho”.
   A pesar de haber heredado esa perspectiva campesina, su padre no carecía de sensibilidad literaria. En cierta ocasión descubrió un tercetillo que había escrito en un papel de estraza. Decía así:


“Ya se murió el tío Pulío;
bien lo dicen sus olivos;
así lo dirán los míos.”

   Estos eran los versos  que escribió cuando volvió a casa después de pasarle el rodo a uno de los olivares una mañana de junio. Pero, ¿quién era el tío Pulío?, se preguntó intrigado.
   Pues el tío Pulío, según pudo saber, había sido un olivarero de La Roca de la Sierra que, a pesar de su escaso patrimonio, pertenecía a la a la “élite” social del pueblo, la misma, aunque en un peldaño inferior, de la que formaban parte, por derecho propio, las fuerzas vivas: alcalde y secretario del Ayuntamiento, jefe del puesto de la guardia civil, veterinario, maestro y algún otro profesional liberal. Y es que, como cualquier grupo humano, los pueblos extremeños de los años sesenta habían consolidado desde mucho tiempo atrás una estructura con sus élites y sus marginados. En el ámbito rural, los labradores, propietarios de más o menos fanegas de tierra, nutrían las primeras, en tanto los ganaderos, que aprovechaban los pastos de cordeles, cañadas y veredas, las márgenes de la rivera y arrendaban los rastrojos a partir de junio, pertenecían, junto con los jornaleros que vivían de trabajos estacionales, a los segundos.
   Los labradores, como en todas partes, eran individualistas, celosos de su patrimonio y de su rendimiento, que tendían a encubrir (frente al hombre de ciudad que tiende a exhibirlos), buenos administradores de su hacienda pero inmovilistas (vender una tierra heredada se consideraba una traición a los padres) y reacios a los proyectos colectivos por una profunda desconfianza en los demás, pero de quien más desconfiaban era de los ganaderos. Y es que, como pudo comprobar, sobre ellos siempre recaía en las conversaciones un vago manto de sospecha, nunca concretado, bien porque su ganado, en momentos de descuido o desidia, entrara en una huerta o en un sembrado, o bien porque se contaminaran con la imagen de los serranos y sus ganados trashumantes, de quienes se decía que preguntaban si vivían gitanos en el pueblo y, si era así, robaban y seguían su camino: alguien cargaría con las culpas.
   Pues bien, el tío Pulío, con sus tres o cuatro olivares amorosamente cuidados (era siempre el primero en ararlos, en cortarles los chupones, en podarlos tras la cogida de aceituna), se encontraba instalado, por su condición de propietario y por su seriedad, en lo alto de la escalera social de aquel núcleo urbano anclado en una estructura antiquísima, pero había muerto sin hijos y su padre pudo contemplar una mañana, al pasar junto a uno de sus olivares, el feraz herbazal del abandono. Su padre, que con el tiempo compró varias tierras de labor y siete olivares, lo que supuso su acceso a la “élite” rural desde el territorio de los marginados, tenía dos hijos pero ambos estudiaban fuera, una en Sevilla, otro en Cáceres, y volvió convencido, de un lado, de que sus olivos arrostrarían la misma suerte y, de otro, de que, excepto para los olivos, tal vez eso fuera mejor para todos.
   A diferencia de las tierras de labor, a su hijo siempre le gustaron los olivares, todos parecidos pero todos distintos, así como los nombres de los lugares en que crecían: el Cerro de los Bueyes, el Barro del Prado, el Vegón del Palacito, el Venero del Lobo, las lomas de Malabrigo o las lomas de Charcofrío… y trabajó en ellos desde pequeño realizando todas las tareas: corte de chupones, recogida de aceitunas e incluso injertos para los que no tenía mala mano.
   Su padre los cuidaba muy bien realizando cada labor en su tiempo, pero había dos tareas que dejaba para los días que él pasaba en casa: el uso de la motosierra para talados de enjundia, que no quería hacer solo por temor a un accidente, y los injertos que hacía delante de él para que aprendiera y que con el tiempo le dejó hacer. En los olivares que compró a diversos propietarios había olivos de toda clase, que por la zona recibían el mismo nombre que su fruto: cordobiles, gordales, cornicabras o cornezuelas, verdiales, manzaniles, carrasqueños… y su padre acabó convencido de que las de mayor producción eran las llamadas coloradas, porque las aceitunas pasaban del verde a un color rojo cereza y de ahí al negro. Así que debió hacer numerosos injertos. Para ello, entre los meses de marzo y mayo se cortaba una vara verde y nueva del olivo donante que tuviera varias yemas aún no brotadas y allí donde se acumulaban tres o cuatro se hacían dos incisiones circulares y una vertical y con sumo cuidado se separaba la piel sin tocar con los dedos el interior. En el olivo que iba a recibir el injerto se cortaba una rama gruesa, se separaba la piel haciendo dos o más cortes y se introducía la piel nueva debajo de la vieja apretando esta sobre aquella con varias vueltas de cordel. Después se cubría con papel, nunca con plástico, y a los veintiún días se levantaba para comprobar que habían conseguido engañar al viejo olivo verdial: su savia había hecho brotar las yemas de un olivo de distinta clase.
   Con los años su padre había ido sembrando también otros árboles frutales, de modo que entre el verde grisáceo de las copas de los olivos (aún más gris cuando soplaba el viento pues mostraban el envés de las hojas, como bien vio Lorca al describir una tormenta en “Preciosa y el aire”: “los olivos palidecen”) podía adivinarse en verano el verde intenso de las higueras de Almoharín o de los higos de rey, un par de perales en un lindón cargados de fruto en julio o varias parras madurando sus racimos de uva albilla en septiembre, de modo que si el invierno era el tiempo de la recogida de la aceituna, el verano lo dedicaban a recolectar peras, higos chumbos, racimos de uva de cuelga, higos de rey para hacer casamientos con nueces en Navidad o higos de Almoharín que se vendían para hacer turrón.
   Su dedicación a los olivos era tan intensa que incluso el mismo día de su muerte se empeñó en ir a pasarle el rodo al único olivar que le faltaba por dar, pero la madre se opuso y se enfadó y le regañó diciéndole: “Siempre te quejas de que tus nietos vienen poco y un día que están aquí te quieres ir a trabajar”.
   Poco después, comenzó a sentirse mal.
   Un par de días después de su muerte fue a labrar el olivar que él no había dado y a las pocas vueltas rompió la cuchilla. Bajó del tractor y miró hacia los olivos polvorientos. Sobre el ronroneo del motor al ralentí rayaba la mañana el estridular unánime de las cigarras, sostenido en un único acorde continuado. Se puso de cuclillas junto al apero y con un profundo sentimiento de irritación por su torpeza, repitió los versos ciertos y premonitorios de su padre: “Ya se murió el tío Pulío; / bien lo dicen sus olivos; / así lo dirán los míos”.

domingo, 21 de julio de 2019

Mañana sin falta



MAÑANA SIN FALTA

Justo Vila
Madrid, Ed. Trifaldi, 2019, 2014 págs.

   “Sobre las tres y cuarto de la madrugada de primer sábado de abril, Dámaso Quintana se despertó ardiendo de fiebre y gritando que él no había sido. Su esposa, sobresaltada, le preguntó qué le pasaba. “Yo no he sido”, repitió todavía él, medio amodorrado, como un niño cogido en falta. Luego, para reafirmar su inocencia, no tanto ante ella como ante el resto del mundo, añadió, entre dientes, algo que la mujer no entendió del todo, algo sobre que, en sus muchos años como empleado público, no había cometido ni una falta. “ni un clip se me ha pegado al bolsillo. Nadie, por más que husmee, encontrará mancha alguna en mi hoja de servicios”. Ella pensó que estaba delirando. Delirara o no, el caso es que decía la verdad. Cambiar de lugar unos libros no es delito, aunque estemos hablando de una edición hasta ahora desconocida del Lazarillo de Tormes y del único ejemplar existente en el mundo de la primera edición en portugués de A muyto devota oraça da empardeada. Es más, ¿por qué iba a sospechar de él la policía, ni nadie, cuando todos sus compañeros los bibliotecarios, los auxiliares, los ordenanzas, el personal de limpieza, los encargados de la seguridad (incluidos los de cuatro patas) y, por supuesto, el director- tenían acceso a la cámara del fondo antiguo, también conocida, entre ellos, como la cámara del tesoro?”.
   De este modo, con un enigma bibliográfico, arranca la trama de la última novela de Justo Vila (Helechal, 1954). Maestro y licenciado en geografía e historia, fue el primer director de la Biblioteca de Extremadura (2002-2011). Ha publicado libros de historia: Extremadura, la guerra civil La guerrilla antifranquista (Universitas, 1983 y 1986), y libros de viajes, como Descubrir España: Extremadura (National Geographic, 2000) y En cuanto amanezca: Viaje a la provincia de Badajoz (Ediciones del Oeste, 2005). Ha escrito guiones para televisión, como Extremadura amarga  La montaña mágica, pero, sobre todo es autor de novelas: La agonía del búho chico (Ediciones del Oeste, 1994), Siempre algún día (Tusquets Editores,1998), La memoria del gallo (Ediciones del Oeste, 2001) y Lunas de agosto (Ediciones del Oeste, 2006).
   Ahora, la editorial madrileña Trifaldi publica Mañana sin falta (título que suena a réplica del de una novela anterior, Siempre algún día), cuya trama reconstruye la peripecia vital de Dámaso Quintana, quien, tras el servicio militar en África decide abandonar el pueblo de sus padres (y un destino cierto de bracero con trabajos estacionales a la intemperie) y buscar un empleo en la ciudad de Badajoz. Arranca así una aventura existencial por un tramo temporal amplio, desde los años juveniles del protagonista hasta el umbral de la jubilación, que recoge, con una intención testimonial, la efervescencia de toda una ciudad durante las décadas de dictadura (con la progresiva contestación al franquismo), la consolidación de la vida democrática, tras la Transición y el “desencanto” hasta llegar a la devastadora crisis de la primera década del nuevo siglo con su estela de desempleo, tragedias domésticas y desahucios. Ambientadas en esos espacios preferenciales de la novela social en que es verosímil la relación entre desconocidos (pensión, tabernas, dependencias de la administración…), la novela, con un claro sesgo coral, da cabida numerosos personajes, algunos reales, otros camuflados bajo nombres supuestos, y a motivos como el contrabando, la prostitución, los oficios de mera supervivencia, la Biblioteca de Extremadura (y los libros de Barcarrota)…, con un mayor protagonismo de la fabulación y de la intriga y una estructura circular, pero de final abierto en que dejamos al protagonista inmerso en un proyecto azaroso.

lunes, 15 de julio de 2019

Los trabajos y los días


Los trabajos y los días


   A diario, cuando salían de la escuela, donde impartían conocimientos tan apasionantes como la lista de los puñeteros reyes “gordos” que Dios maldiga, en lugar de volver por una de las calles preferían bajar a la rivera y seguir su orilla: veían libélulas de alas transparentes o tornasoladas que apresaban vivas arrojándoles una tira de goma elástica de bicicleta, la misma que utilizaban para los tirachinas, ranas que saltaban al agua con un nítido blop, galápagos acorazados que se dejaban caer al cauce como piedras o pequeños peces plateados: la colmilleja, la pardilla o el jarabugo antes de que los ríos se vieran infestados de especies foráneas, que acabarían con las autóctonas, como percasoles o peces gato.
   En las mañanas de abril recorría los alrededores del pueblo, especialmente las áreas adehesadas, buscando nidos con su amigo Tomás, hijo de una humilde familia que vivía en una barriada de chozos de bálago desolada como una cabila del Rif. Pasaban mañanas enteras mirando en la copa de las chaparras en busca de nidos de tórtolas (unas pocas ramitas que se entrecruzaban y dejaban ver si había huevos o polluelos) y en los lindones donde anidaban las cogutas (cuatro huevos blancos con pintas oscuras) y las alondras (varios huevos grises casi negros). Mucho mayor era el nido del rabilargo, que, receloso, no se alejaba mucho de la encina, con la cola y los extremos de las alas azulonas y su caperuza negra. La abubilla anidaba en el tueco de un árbol y tenía bastante mala fama (“Jiedes más que una abubilla”), mientras que el mirlo con su plumaje negro y el pico amarillo prefería los zarzales para anidar, y los jilgueros (careta roja y alas amarillas) acercaban sus nidos a las viviendas huyendo de los predadores: urracas, esmerejones, gavilanes.
   Por su parte, los abejarucos de vivísimos colores (azul, rojo, amarillo) abrían un túnel en la pared vertical de un declive del terreno en donde la hembra empollaba ocho o diez huevos. Cuando los polluelos habían nacido, los adultos salían de él de culo por lo que no era difícil atraparlos (pero si se enjaulaban morían). Volaban en pequeñas bandadas lanzando un gorjeo estridente y eran el terror de los colmeneros porque podían acabar en una mañana con un enjambre de abejas.
   Él pensaba que tal vez hubiera un oficio de “buscador de nidos” con el que poder ganarse la vida, mientras seguían trotando por aquellos verdes campos cubiertos de encinas. Si la felicidad es, según Leopardi, lo que teníamos antes de empezar a buscarla, sin duda que su amigo y él eran por entonces dos tipos felices vagando sin meta, espantando aquí una pareja de perdices (siempre volaba primero la hembra, más pequeña que el macho) o, allá, una liebre, que huía a grandes trancos con las orejas enhiestas. De cuando en cuando, se detenían, sudorosos y jadeantes, para beber echados de bruces en pequeños arroyos (“Agua corriente no mata a la gente”) con las orillas cubiertas de berros y poleos mirando de reojo a los zancudos zapateros que se desplazaban con increíble elegancia sobre la superficie del agua clara.
   Un día vio, recortada contra el cielo azul, la silueta de una mujer alta y enjuta con un cayado en la mano más alto que ella. Vestía de negro como la mayoría de las mujeres de aquella España enlutada y procesional y miraba hacia el sol con la barbilla erguida como un podenco venteando los aires.
         - ¿Quién esa mujer? –preguntó a su amigo.
         -Es la ciega.
   ¡La ciega! Había oído hablar de ella a sus amigos que incluso se la mostraron en la lejanía. Sabía que vivía en una huerta próxima al pueblo con otra hermana, también ciega, que cuidaba de la casa. Unas cabras ramoneaban entre jaras y retamas haciendo sonar sus esquilas cristalinas y fue, entonces, como si una extraña sombra cenicienta cubriera el sol y apagara los colores del campo. Esa era la mujer que inexplicablemente se había colado en sus pesadillas nocturnas.
   A pesar de su cortada edad, ya sabía que el mundo de la naturaleza y el de los hombres podía ser cruel (una zorra podía atrapar una perdiz que por entonces empollaba una nidada), pero también clemente (cuando caía un chaparrón primaveral el campo quedaba de repente en silencio: los pájaros acudían a sus nidos para proteger de la lluvia a los polluelos con sus alas). Pero una figura como esta escapaba a cualquier explicación natural. ¿Qué o quién había empujado a esa pobre mujer a guardar un hato de cabras por aquellos malos pasos de quebradas y peñascales? De ella contaban que había caído a un pozo sin brocal y consiguió salir por sí sola. Era eso, lo inexplicable, lo incomprensible, lo ajeno a cualquier lógica natural o humana lo que la había aproximado a una figura de terror que irrumpía en sus sueños.
   Entre todos sus amigos de la escuela, destacaba un muchacho de su quinta, espigado, enjuto e hiperactivo, con una capacidad extraordinaria para idear travesuras. Un día rompió de una pedrada el espejo del patio cuando él se estaba lavando las manos en la palangana y los trozos de vidrio le cayeron en las muñecas. Su madre le cortó la hemorragia con azúcar. Esa misma tarde empezó a jugar con el gato obligándolo a saltar de un lado a otro del brocal del pozo. Una de las veces le tiró del rabo justo en el momento del salto y el gato cayó al agua. Rápidamente se inclinó, extendió las manos y tiró de él, que salió clavándole las uñas en la palma de las manos (al verlo, su madre volvió, ya de mala gana, a buscar el azucarero).
   El padre de su amigo tenía un pequeño taller de reparaciones y los domingos por la noche proyectaba las películas en el cine. Su hijo, además de ser monaguillo, heredó los oficios del padre. Trasteaba en el taller como ayudante y sustituía al padre cuando este tenía otras ocupaciones y así fue cómo él conoció, y probó, otro oficio, el de operador. Varias noches de domingo subió con su amigo a la cabina de proyección, un cuchitril con el suelo cubierto de trozos de celuloide sobrantes.
    Allí estaban las latas, redondas y numeradas siguiendo el orden de la trama, que venían de un pueblo cercano en que la película se había proyectado y, por tanto, era preciso invertir por completo la cinta de cada una de ellas y enrollarla, una vez más, en orden inverso a la numeración (tres, dos, uno) empalmando los extremos de los rollos con un pincel impregnado de acetona. Luego, había que enhebrar la película por un conjunto de rodillos dentados hasta hacerla pasar por el foco de luz, por donde bajaba, como se sabe, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo.
   La lámpara estaba formada por dos piezas tal vez de carbono del tamaño de dos lápices gruesos cuyos extremos estaban separados un par de centímetros; de ellos surgía una pequeña pero poderosa llama permanente convertida en un foco de luz que atravesaba los fotogramas, de modo que la imagen, ampliada por una lente situada en la torreta, se proyectaba allá lejos sobre la pantalla. Pero el operador de cabina debía estar siempre vigilante pues los “lápices” se iban quemando por su extremo y de vez en cuando había que aproximarlos girando un pequeño volante para mantener en todo momento la distancia entre ellos.
   Cierto día su amigo tuvo que salir con urgencia y le dejó al cargo de la proyección. Antes, le mostró qué ocurría si se juntaban en demasía o si se separaran en exceso los dos pivotes. En el primer caso los fotogramas se “quemaban” y las imágenes en la pantalla empezaban rápidamente a amarillear sobre un fondo sepia; en el segundo, los colores se apagaban en unos tonos grisáceos hasta fundirse en negro. Y en los dos casos la reacción del público era inmediata (“¡Modorro, albardán, mamón, subnormal…!”). Cuando él salió, esperó un rato, se asomó a las escaleras, volvió a la máquina y le dio una vuelta a la ruedecita. De inmediato subió del patio de butacas el alboroto de los cinéfilos (“¡Atontao, cabrón…, como suba p’arriba, hoy cobras…!”). ¡Aquella máquina funcionaba a la perfección!
  En otra ocasión, el padre de su amigo preparó la película siguiendo la rutina de siempre, pero los rollos venían equivocados en las latas, de modo que montó el tercero en primer lugar. Ya había tenido ocasión de comprobar que el público hablaba con frecuencia en voz alta (“¡Ostras Pedrín, aquí cae una gotera!”) e “interaccionaba” con los personajes (“¡Sí, enseguida lo vas a matar tú, inútil!”, “¡Ay, ay, ay, de ese cabrón del bigote no me fío un pelo!”), pero aquella película, una historia romántica con final feliz, fue sin duda la más comentada: nadie entendía nada (“Pero bueno, este par de cursis ¿de qué se conocen?”) mientras la trama corría rápidamente a su desenlace. Cuando el último fotograma mostraba a la pareja feliz cogida de la mano a los veinte minutos de haber empezado la película y aparecía en  la pantalla “The End”, uno entre el público, sin duda bilingüe, se levantó y gritó:
         -¡Cagüentó! Ahí pone fin. Como no me devuelvan el dinero no dejo una butaca sana.
   Con otros dos amigos, en fin, se introdujo paulatinamente en los pormenores de otro oficio, el de vaquero: aprendió a ordeñar y a echar posturas a las novillas mientras le rascaba la testuz. También se intercambiaban tebeos (El Capitán Trueno, El Jabato, El Zorro, Hazañas Bélicas…) y jugaban en el corral con tres perros que tenían: una perra de color canela y dos cachorros de meses. Cierto día venía en el coche con su padre de los olivos y en una revuelta del camino vio la madre colgada de la pernada de una encina grande al lado del camino. El vaquero la había ahorcado. Miró alrededor y, en efecto, por allí pastaban las vacas. No vio al padre de sus amigos, pero él sí los vio a ellos porque a mediodía se presentó en casa. Lo vio hablando con su padre y se dio cuenta de que él, con semblante serio, le hacía un gesto con la mano hacia el patio, como si estuviera accediendo con desgana a una petición. Se acercó a él con una sonrisa servil, que le repugnó, y le dijo que la perra ya era vieja y que, por favor, no les contara nada a sus hijos... Asintió con la cabeza sin contestarle pensando “Sí, claro que no les diré nada pero no por ti; por ellos, cabrón”.

En el valle de las flores


EN EL VALLE DE LAS FLORES
Una oración. Un cántico. Una mirada

María del Mar Gómez Fornés
Compbee Ediciones, Col. Lettere, 49 págs.
Introducción de la autora

   Nacida en Guareña (1966), María del Mar Gómez Fornés es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Desde su licenciatura y de modo paulatino, la autora ha ido consolidando una notabilísima trayectoria profesional tanto en distintas emisoras de radio (Antena 3, Onda Cero, Cadena Cope, directora de RNE en Mérida), como en el gabinete de prensa de la Asamblea de Extremadura y de la Diputación de Badajoz, en el Hospital La Paz, pero también en la prensa escrita (fue columnista de El periódico de Extremadura). Durante sus años universitarios consiguió en dos ocasiones el premio de artículos “Larra” con textos publicados por la Editora de la Universidad. En 1999 obtuvo el primer premio de radio del Consejo Asesor de RTVE y en 2014 consiguió el XVII premio nacional de periodismo “Francisco Valdés” por un artículo aparecido en El periódico de Extremadura.
   Autora de un poemario inédito (Tú, como las aves), Gómez Fornés publica ahora en la editorial madrileña Compbee En el valle de las flores, un poemario que se propone ser, como indica el subtítulo, una oración, un cántico y una mirada en homenaje a las mujeres que conoció en su niñez, por las que a modo de estribillo que atraviesa todo el libro pide “rezad por ellas, rezad”. Frente al libro de poemas concebido como un “contenedor” de textos escritos en un tramo temporal determinado, abierto, por tanto, a motivos temáticos dispersos e incluso a procedimientos formales variados, existen otros elaborados sobre un hilo conductor, de construcción casi siempre más lenta, que suelen dar, cuando los propósitos se logran, la apariencia de obras unitarias y redondas. El hilo conductor de este poemario plenamente logrado es la evocación de las mujeres que la autora conoció en su niñez y adolescencia en Monroy, el pueblo al que su padre la llevaba para visitar a la familia y son ellas, abuela, primas, criadas, vecinas, las protagonistas de unos poemas que se proponen hacer justicia a unas vidas sumidas en “fosas inmensas de indiferencia”, mujeres “a la intemperie”, heridas por las pérdidas de la guerra civil, habitantes de una España enlutada y procesional: planchadoras, pastoras, “criadas entre todas las criadas”, costureras (“mujercitas de umbral y sillitas de enea”), las “don nadie”… Y lo hace en unos poemas impregnados de ternura (como muestra la abundancia de diminutivos, las metáforas florales), de solidaridad, de compasión y de una elevada talla lírica. Reproducimos una de las composiciones.


YO OS BUSCO

Desterradas y cavadas.
Mujeres de medias negras y olor a lumbre.
Miniaturas en ascuas.
Apuntes y pespuntes.
Juncos de azotea.
Apenas un rescoldo.
Sabed que yo os busco
en los poemas que alumbró la guerra.
Os busco en el eco de los pozos
         de los patios de las casas
                   de los pueblos momificados.
Sabed que os hablo y encomiendo vuestras almas.
Os busco, mujeres desamadas.
Macetas de interior
y rosario a media tarde.
A vosotras
que apaisadas como fardos de estación
nadie reclama.
Os busco a vosotras.
Deslucidas.
Blanqueadas en fuga hacia las brumas
de la intemperie.
A vosotras
asiduas invitadas de funeral en funeral.

jueves, 11 de julio de 2019

Los portugueses



  Los portugueses

   Si en el entorno rural los ganaderos padecían por aquellos años una vaga pero cierta estigmatización por parte de los agricultores, los portugueses eran objeto de un desdén nada encubierto pues durante décadas habían cruzado a España desde las dos Beiras (la Alta y la Baja) en busca de trabajos de mera subsistencia. Pasaban afiladores con sus bicicletas, curanderos, acordeonistas, esquiladores y braceros que se quedaban en los cortijos por sueldos míseros. Los segadores aparecían en primavera, a tiempo de cosechar las habas, con sus sacos a las espaldas, sus hoces y piedras de afilar y los cuernos del aceite y la sal. Se les conocía como “ratinhos” y eran presentados en los relatos populares como seres simples, pobres y primitivos (“Os ratinhos pasavam a ceifar a Espanha com acordeões y pão de milho, e ceifavam com un martelo e um escopro. Um punha o escopro na palha e o outro dava uma martelada e quando a palha caia gritava: “¡Foge que vai a viga!”).
   A la calle del Cuervo (o del Teniente Coronel Yagüe) vino a vivir una familia portuguesa constituida por unos padres ya ancianos, cinco hermanos, todos solteros, y una hermana de escasas luces llamada Ermilindra que hacía los recados de la familia. El desconocimiento absoluto sobre su origen y sus medios de vida, la completa falta de relación con el nuevo entorno y el hecho de que el hermano mayor dejara embarazada a una vecina y se negara a reconocer su paternidad los convirtió en unos apestados. Vivían en una casa de alquiler, arrendaron una huerta que cultivaban con desgana y, finalmente, compraron un tractor y una trilladora, los dos de segunda mano.
   Con el tiempo, su padre entabló relación con ellos, que se mostraban muy amables (podían en esos encuentros hablar portugués y les era común la cultura de la Raya), pero lo cierto es que en su comportamiento había algo turbio, con una mezcla de afabilidad en el trato y una enorme crueldad en sus actitudes: la severa autoridad, heredada de su padre en vida, que el hermano mayor ejercía sobre los demás, las truculentas historias que uno de ellos, Paulo, contaba de su servicio militar en Angola por los años de la guerra (había abatido a un negro subido a una palmera de un disparo certero solo por probar su puntería, hacía frecuentes gestos de dolor hasta que confesó, entre arrepentido y ufano, la razón: “eu estou picado de grelhas das meninas de Lisboa”) y, al fin, la historia del perro.
   Los portugueses tenían un perro canijo de capa canela llamado Piloto (como decía Esteban, un personaje de Luis Landero, “un puto perro de pobre”) que acabó entrando en los corrales de la casa de sus padres en busca de un sustento que no encontraba entre ellos. Aquí fue bien acogido por todos y acabó acompañando a su padre al campo y a su hermana a la escuela. En cierta ocasión su padre se dejó olvidado un jersey en un olivar; dos días más tarde volvió y encontró al perro echado junto a él: llevaba cuarenta y ocho horas sin comer ni beber. Le emocionó la fidelidad del pobre animal y, tal vez con la idea de pedírselo, les contó lo ocurrido a los portugueses. Ese mismo día, uno de ellos ahorcó el perro.
   Por entonces, en la era de la colada en los meses de verano se levantaba una extraña ciudad de sombrajos, parvas, hacinas y, pasado el tiempo de la trilla, de montones de trigo, cebada, avena, centeno, garbanzos, altramuces… que los labradores, con desigual semblante según les hubiera pintado el año, medían con una cuartilla y un rasero y ensacaban para llenar doblados y desvanes. Entre las numerosas parvas de labradores humildes, las hacinas de los más acaudalados eran altas como casas de dos plantas y se erigían dejando calles en medio por donde entraba la trilladora tirada por un tractor. La de los portugueses era una descomunal máquina atendida por una cuadrilla de veinte hombres quienes trabajaban por turnos cubriéndose los ojos con gafas de exploradores polares y descansaban en un sombrajo cubierto con paja de centeno. Una vez desenganchada y calzada, la trilladora arrancaba con un formidable ruido ensordecedor que espantaba a los pardales raferos, a las cantarinas alondras y hasta a los cuervos de la encina seca del serrijón de enfrente. Porque no se trataba de un único ruido; era una orquesta disonante de instrumentos enloquecidos, y así, al rugido un poco asmático del motor se sumaban otros muchos, sobre todo si uno tenía la curiosidad de dar una vuelta en torno a ella: aquí tosían unas bielas (cof, cof, cof), allí zumbaba una correa retorcida como una cinta de Moebius (zum, zum, zum), allá graznaban varias cribas descendentes (ras-ras, ras-ras), junto a una rueda de hierro chirriaba un cojinete mendigando aceite (chin, chin, chin), más allá giraba el tambor de trilla (glam, glam, glam)…, mientras por un costado una pieza de hierro del tamaño de una teja dejaba caer el grano dorado en un saco sujeto a unos pernos.
   Abandonando sus colleras de mulas en las parvas próximas, se acercaban consternados los ancianos de barba hirsuta y una sola ceja detenidos en un gesto común (rascarse la cabeza por debajo de la boina; como se sabe, un síntoma claro de talento) contemplando el fragor rotundo del progreso.
   Como las cosechadoras actuales, las trilladoras debían esperar a que el sol calentara las mieses, húmedas por el rocío nocturno, y prolongaban la tarea hasta bien entrada la noche. Y fue en una noche de viento seco y terrero del poniente cuando de un cojinete seco (chin, chin, chin) se desprendió una chispa que fue a prender en un fino montoncillo de tamo, que voló encendido a un montón pequeño de paja, en donde el fuego se alimentó lo bastante como para saltar, impulsado por el viento, a la hacina de trigo, mientras uno de los portugueses en vez de tratar de apagarlo, arrancó el tractor, enganchó a toda prisa la trilladora y la sacó de la calle incendiada, en medio del griterío unánime del infortunio
-Anda lá fora, Paulo.
-Los bidones de gasoil. ¡Que alguien saque los bidones de gasoil!
-Oh Zé, foge, foge.
   En tanto, en medio del caos, un exaltado gritaba:
-¡Han sido los portugueses! ¡Coged las horcas y a la jacina con ellos!
   Poco más tarde enmudeció la trilladora y solo quedó el fragor sordo y crepitante del fuego quemando la paja y la mies aún no trillada e iluminando a ráfagas el espantajo de los hombres con los brazos abiertos, mientras un surtidor de pavesas ascendía en espiral hacia un cielo añil, amenazando con propagar el fuego a las eras vecinas.

martes, 9 de julio de 2019

Contrabandistas


Contrabandistas

   Su abuelo paterno era poco dado a repartir dinero entre sus hijos, ya mozos, de modo que estos tenían que idear alguna fuente de ingresos especialmente cuando se acercaban las fiestas comunales de los caseríos de la Raya (La Varse, Bacoco, La Rabaça…) y había que echar  unos vasos con los amigos o invitar a un refresco a una muchacha miradora y coqueta (una actitud que, ya se sabe, lanza el mensaje de que un acercamiento erótico es posible pero no seguro).
   Para afrontar esta contingencia, su padre, después de un duro día de trabajo en el campo, se unía a una de las cuadrillas de La Raya Seca que, a la puesta de sol, trasponía la Sierra de La Lamparona y se dirigía a Arronches a cargar mochilas de café que alternaban, según la demanda, con tabaco, mazos de tripas para las matanzas, sosa cáustica, coca para pescar en los ríos, telas de pana, mecheros de mecha, bobinas de hilo, alpargatas de esparto, ovillos de cáñamo, azúcar, jabón, bacalao… Eran, en general, jóvenes como él y hombres humildes de la campiña entre los que no faltaba algún portugués que durante la marcha tarareaba en voz baja una quadra de su tierra:

Na casa de minha amada
não se pode enamorar.
De dia velhas a porta,
de noite, cães a ladrar.

   Porque La Raya, la frontera más antigua de Europa, nunca separó las poblaciones portuguesa y española, sino que las atrajo a una única franja fronteriza en la que a las localidades mayores (Valencia de Alcántara, Albuquerque, La Codosera) se sumaban otras aldeas diminutas (o caseríos, la mayoría hoy abandonados) como Jola, Alcorneo, El Corcho (en el término de Valencia de Alcántara), El Marco, La Rabaza, La Vega, Bacoco, La Tojera, La Varse, Silvestre, Benavente (en el término de La Codosera), o Los Riscos (Alburquerque). Y lo mismo sucedía al otro lado de la frontera en que abundaban pequeños núcleos de población, que los portugueses llaman  freguesias, como Portagem, Escusa, Galegos, La Esperanza, San Julião, La Rabaça portuguesa, El Marco portugués, La Urra, Ouguela (topónimo que llega a atravesar la frontera para denominar a un caserío alburquerqueño: Los riscos de Ouguela). Por estas aldeas y caseríos deambularon de noche las cuadrillas hispanoportuguesas del contrabando de café durante décadas (si se piensa bien, pioneras de la globalización) y con ellas la lengua y las costumbres y el mundo mágico de saludadores y feitiçieros, y los libros “diabólicos” (los grimorios) de São Cipriano y de Roda con sus conjuros maléficos y las leyendas de tesoros escondidos y de lobisomens
   Tras cargar cada uno una mochila de treinta kilos en Arronches, ya de regreso, el cortador o guía ordenaba un alto con un silbido en la umbría de la sierra. Cuando todos habían llegado y formaban corro con una rodilla en tierra, les decía:
-Tú, Eufemio, y tú, Xico, cuando los guardinhas nos salgan arriba en la Portela da Lamparona soltáis la carga. Los demás arreando al trantrán, como si tal cosa. Y esto que os he dicho ya lo estáis olvidando.
   Toño Vilés, ermitaño de la Virgen de la Varse, recuerda que tras la feria de San Miguel de Zafra en la campiña se multiplicaba el número de yeguas, potrancas, muletos y asnos que a la semana habían desaparecido del entorno. En cierta ocasión, regando en la huerta de Valdecerillos le llegó un olor fuerte y acidulado; siguió el rastro y allí cerca, escondida en un manchón de juncias, encontró una docena de mochilas de café que esperaba la llegada de la noche para desaparecer camino de Alburquerque, Villar del Rey, San Vicente de Alcántara,  Puebla de Obando, Montijo, Carmonita o Arroyo de la Luz. Los contrabandistas, de ambos lados de La Raya, huían de guardinhas y guardias civiles,especialmente de los puestos de vigilancia de la zona en Bacoco, Carrión o el de Dos Hermanas en el Puerto de los Conejeros, pero también debían precaverse de los malsineros, con frecuencia componentes de las cuadrillas, que informaban a los guardias del itinerario  del grupo a cambio de alguna pobre regalía.
   Por lo demás, en los caseríos y en el pueblo de La Codosera, los carabineros y sus familias eran acogidos con afabilidad y pasaban pronto a formar parte de la comunidad campesina: guardias y contrabandistas bebían vino y jugaban a las cartas en la taberna hasta la llegada del anochecer en que se despedían amistosamente, cada cual a su tarea, unos a atravesar la frontera en busca de una nueva carga, los otros a vigilar los numerosísimos pasos y a perseguirlos. Por las calles, toda la actividad transcurría bajo un manto de miedo, silencio elocuente y encubrimiento: mujeres con cestas de mimbre de doble fondo visitando a sus vecinas, niños subidos a las higueras jugando a centinelas, aldeanos prolongando con los guardias conversaciones sin término mientras sus esposas les ofrecían platos de temporada…
   La viudedad y el frecuente encarcelamiento del marido empujaban a la mujer y a los hijos a la misma forma de subsistencia. Este contrabando menor de pan, bobinas de hilo y telas que las mujeres se enrollaban a la cintura exhibiendo un embarazo de años tenía su origen en La Esperanza y era diurno. A veces, el burro llevaba en vez de paja veinte kilos de café en la albarda cubierta por una manta y unas alforjas que los guardinhas escrutaban en vano.
   Esta estrecha relación entre las poblaciones de ambos lados de La Raya se acentuaba con las numerosas refertas y contiendas (palabras sinónimas que podríamos traducir por territorios en disputa) que acompasan el trazado de la frontera. Sin un hito indicador ni accidentes geográficos separadores, eran espacios francos en que se tenía la sensación de estar fuera de cualquier lugar. Por unas de estas “tierras de nadie”, mucho más al sur, entre Rosal de la Frontera y Moura, deambuló al término de la guerra civil Miguel Hernández con un reloj de oro en el bolsillo, regalo de Vicente Aleixandre por su boda, que precipitaría su ruina cuando la policía salazarista lo detuviera y lo entregara a la guardia civil.
   Pero tal vez las “refertas” más singulares fueron los islotes que el Guadiana, en su perezoso avance, formaba en medio del cauce, pues si el río marcaba la frontera ¿a qué país pertenecían esas islas arenosas que criaban unas sandías magníficas? A falta de una legislación al respecto, una norma tácita otorgaba la propiedad de esos minúsculos territorios al primero que los colonizara sembrándolos y edificando una choza cubierta con cañas. Solían ser pescadores de río que faenaban en unas barcas sin quilla de fondo plano, que en Badajoz también servían para cruzar el Guadiana a cambio de unas monedas no lejos del puente de Palmas, conocido en el pasado como “puente bobo” porque nunca cobró pontazgo. Al día siguiente, sus mujeres pregonaban por las barriadas de Badajoz: ¡La carpa! ¡El picón! ¡Las pardillas!...
   Pronto, sin embargo, descubriría el pescador que el Guadiana ofrecía otro medio de subsistencia cuando al amanecer viera su barca atada a unos mimbrales de la orilla izquierda del río. Sin demasiada sorpresa, cruzaba el cauce con el agua por la cintura y recobraba su barca. Dos días más tarde la encontraba atada a unas adelfas de la orilla derecha. Unos días después recibía la cordial visita, por las dos orillas, de guardias civiles y guardinhas con los que mantenía una animada conversación sobre no importa qué. Otro día, en fin, encontraba en su cabaña envuelto en periódicos un paquete con cinco kilos de café portugués, que su esposa, sin pregonarlo, vendía de casa en casa.
   ¡Buenas gentes de la frontera, bilingües desde niños, que aprendieron pronto a callarse en las dos lenguas!

domingo, 7 de julio de 2019

Entrevista en El periódico de Extremadura



   El pasado 25 de junio, Miguel Ángel Muñoz me hizo una entrevista para El periódico de Extremadura sobre mi tarea como profesor en el Colegio Claret de Don Benito ahora que se encuentra uno en el umbral de la jubilación, pero las preguntas también se abrieron a otros asuntos de actualidad y a cuestiones intemporales como la religiosidad o el amor. Afable y cordial, Miguel Ángel es uno de los periodistas más activos y lúcidos del panorama periodístico regional, pero también riguroso y estricto (cuando le dije que había un par de preguntas que me incomodaban me contestó que saliera del apuro como pudiera pero tenía que hacérmelas). Por lo demás, la entrevista resultó muy original (y muy complicada para mí) al adosar las preguntas a otras tantas citas de autores como Machado, Miguel Hernández, Gabriel Celaya, Cernuda, Alberti, Rosalía de Castro, Giner de los Ríos, San Vicente Ferrer, San Juan de la Cruz, San Francisco de Asís… y de cantantes como Serrat o Sabina.

lunes, 1 de julio de 2019

Alburquerque




Alburquerque

   Tenía nueve años cuando el maestro, pensando que estaba suficientemente preparado, le dijo a su  padre que lo matriculara para el examen de ingreso a bachiller, pues cumplía diez años en septiembre, y una clara mañana de junio lo llevó en el dos caballos al instituto Zurbarán de Badajoz, el mismo en que, muchos años después, cursaría COU. Cuando avistaron las murallas de la Alcazaba las ganas de orinar se hicieron tan urgentes que hasta su padre se dio cuenta y paró en el arcén: mientras se aliviaba contempló el perfil todavía lejano de la ciudad (las murallas, la torre de Espantaperros, la puerta y el puente de Palmas…): todo resultaba hosco y amenazador.
   Por fin, llegaron a un enorme caserón en donde pululaba un montón de chiquillos acompañados de sus padres y, poco a poco, fueron entrando en fila en diversas aulas: en una había que contestar oralmente unas preguntas de historia, en otras planteaban algunas cuestiones de religión, en un amplio sótano destartalado un tipo con uniforme de falange con muchos correajes les gritó una docena de órdenes (¡Brazos al frente, derecha, izquierda, brazos a la cabeza…!) y los echó de allí sin que él llegara a saber de qué estaba examinándose... Solo recuerda la prueba, esta escrita, de matemáticas. Entre otros problemas había uno de plátanos: ¿cómo repartirías seis plátanos entre ocho personas?, pero a él nadie le había enseñado a dividir con decimales así que lo dejó en blanco: ya se darían cuenta de que se habían equivocado al formular la pregunta. El caso es que suspendió y su padre, preocupado por el futuro de su torpe primogénito, lo mandó ese verano de 1965 a Alburquerque con sus abuelos y con su tío Juanjo.
   Es posible que si uno se para a pensar cuál fue la temporada más feliz de su vida la respuesta sea un mes de verano, como si esta estación, interminable en la infancia, llevara por entonces inseminado el embrión de la felicidad. En su caso la norma se cumple a rajatabla. Fue, sin duda, el verano más feliz de su vida (también escribe esto en otro verano, cincuenta y dos años más tarde, cuando ha descubierto que el secreto de la felicidad consiste en que el asunto no importe ni mucho ni poco ni nada, porque, en realidad, lo único verificable es la alegría).
   ¡Vivir en los huertos de Alburquerque en casa de sus abuelos con su primo Juan! ¿Qué más se podía pedir?
   Todas las mañanas, muy temprano, su abuela Francisca, una mujer dulce, sonriente y abnegada, les lavaba la cara y los peinaba. Cogían de mala gana los libros, salían por las cancillas del huerto, se asomaban a un pozo cuadrado con un brocal de grandes piedras de granito y contaban las ranas posadas en el légamo verde del fondo (hubo días que llegaron a veintitrés). Después enfilaban un camino que serpeaba entre las paredes de piedra de unos olivares polvorientos e iban a dar a la plaza de toros y a la calle principal de Alburquerque en donde ya podía contemplarse el alegre ajetreo mañanero de la subsistencia: hombres que llevaban sus bestias tirando del ronzal, hacendosas mujeres barriendo las aceras o, mejor dicho, el trozo de acera correspondiente a su vivienda, echando con frecuencia la fusca a las viviendas de los lados, afiladores portugueses soplando con jeito en sus chiflos, burros con costales de garbanzos atravesados en la grupa, mulas con cántaros en los serones (por entonces Alburquerque, levantado en la ladera del cerro del castillo, no tenía agua corriente)… hasta que desembocaban en la plaza. Había allí una tienda de esquina frente a cuyos escaparates se paraban todos los días. ¡Tenía todos los artilugios imaginables para capturar animales: jaulones para el reclamo del perdigón, ratoneras, costillas para pardales, jaulas de grillos con barrotes de alambre, garlitos de mimbre en forma de embudo…! Daban la vuelta a la esquina y echaban una ojeada al otro escaparate, pero allí había poco que ver: estatuillas de escayola de la Virgen de Carrión, estampas de santos demacrados con cara de lelos, rosarios con cuentas de madera, escapularios y pollas en vinagre, así que subían una cuestecita junto a una torre albarrana, entraban por la puerta de Belén en la Villa Adentro y enderezaban por la calle Derecha hasta el número diecisiete.
   La calle Derecha era y sigue siendo, como su nombre indica, una calle completamente retuerta que atraviesa la vieja villa amurallada desde la Puerta de Belén, porque da al naciente, hasta la puerta de Valencia, porque en ella arranca el camino de Valencia de Alcántara. Por entonces, casi la mitad de sus casas todavía exhibían en sus jambas de granito la ranura en donde los antiguos moradores judíos encajaban la mezuzá, un pequeño receptáculo de madera en que introducían un pergamino con un par de versículos de la Torá. Lo hicieron hasta su expulsión en 1492 entre el alborozo de los cristianos (“¡Ea, judíos / a enfardelar / que mandan los Reyes / que paséis la mar!”). Tras su partida, las familias cristianas heredaron resueltamente sus viviendas sin ningún papeleo.
   En esa calle se levantaba la casa de su abuelo que lindaba en sus traseras con los baluartes del castillo, una enorme y desangelada construcción de tres plantas con un pozo en el zaguán y otro en la cuadra del fondo (después descubriría que no eran pozos sino antiguos aljibes excavados en la roca) y allí, en una amplia sala con altas bóvedas pintadas de índigo, su tío Juan les daba clases de geografía, historia, laica y sagrada, matemáticas y les ponía algunos dictados.
   Después de la clase tenían todo el día ya para ellos en los huertos: horas y horas de sol en que no recuerda ni un solo instante de tedio. Y es que había tantas cosas que hacer. Tras dejar en casa de la abuela libracos y cuadernos, corrían a una huerta lindera a buscar a su nuevo amigo Braulio. Lo encontraban siempre con su padre regando con un extraño artilugio que nunca antes había visto, parecido a un enorme cucharón de palo sostenido en una traviesa de madera que, sin apenas esfuerzo, metía dentro de una poza del regato y elevaba para vaciarlo en una arqueta de granito. El agua, “útil y humilde y preciosa y casta” bajaba a regar los canteros de pimientos rojos que la abuela asaba en las brasas, las belgas de las judías verdes que subían ensortijadas en sus angarillas de cañas, las berenjenas cuaresmales y los orondos tomates ya enverados de rojo.
   Desde allí y con el muchacho alburquerqueño como guía, salían a la descubierta con la escopeta de balines al hombro a buscar aventuras arrostrando numerosos peligros: un día les ladraba un mastín desganado en un cortijo cercano; otro, una vaca torina dejaba de pastar y los miraba con unos enormes ojos escrutadores, pero los mayores riesgos, según les prevenía su abuelo, venían de los animales pequeños y ocultos: escorpiones traicioneros, alicantes (“Si te pica un alicante ve al cura que te cante”) o víboras de color esmeralda. Más abajo, el arroyo que cruzaba las huertas se enfoscaba de juncias y zarzales en donde silbaban los mirlos esquivos, gorjeaban en las higueras los pardales saltando de rama en rama en busca de las últimas brevas, subía un herrerillo por el parral como una pequeña llama verde, cantaba engreído un pintassilgo en el galapero (pero los jilgueros no se mataban, se cazaban con liga y se enjaulaban) y por todas partes había un rumor de vida pequeña en ebullición: insectos de alas de oro, abejas en su monótona tarea sonora, tímidos grillos metálicos… Y para verlo todo tenían todo el tiempo del mundo. Las horas, en aquel pequeño universo, venían lentas desde las sierras azules apoyando perezosamente sus cuartos en las lomas, golpeaban con un restallido sordo de sábana al cierzo y se alejaban, por fin, valle arriba.
   Por la noche, cansados de tanta exploración, el abuelo, que también era su padrino, les contaba a la hora de la cena cómo la abuela Francisca se deshizo de los pavos: un día salió a la puerta con el recogedor en la mano y arrojó al patio las brasas de la lumbre que, justo en ese momento, una leve brisa encendió hasta convertirlas en pequeñas gemas rojas. Atropelladamente, los pavos se lanzaron sobre ellas y las engulleron en un periquete, y en un periquete, como castigo a su voracidad, pasaron a mejor vida.
Otra noche les contó que las gallinas saben contar hasta tres: puedes quitarle los polluelos de uno en uno, sin que te vean, hasta que le quedan tres. Entonces arman un escándalo de enfurecidos cacareos. Pero sus habilidades no van mucho más allá. Un día la abuela echó una docena de huevos de pata en el nidal de una gallina clueca: cuando rompieron el cascarón la gallina salió de paseo muy ufana con una fila de patitos tras ella y todo fue bien hasta que llegaron a un pilón en donde abrevaban las ovejas. Los patos, sin pensárselo, se lanzaron al agua ante el estupor de la gallina que daba vueltas en torno con las alas abiertas cacareando aterrorizada.
   Como todo lo bueno se acaba más pronto que tarde, llegó el mes de septiembre y su padre vino a por él. Al día siguiente volvieron a Badajoz a repetir el examen (ya podía repartir seis plátanos entre ocho inútiles que no sabían ganarse la vida). Unos días después llegó una carta a casa y su padre, muy sobrio en las demostraciones de afecto, lo llamó y le dio fuerte apretón de manos mirándole a los ojos. Estaba orgulloso de él. No era para menos: allí, en un documento oficial, sobre una firma ilegible, aparecía, bien claro, el garabato sinuoso de un cinco.