Los olivos
Con frecuencia, en vacaciones y fines de
semana su padre lo llevaba con él a los olivos. Siempre había algo que hacer
aunque fuera algo nimio: guiar las ramas de una higuera plantada en un claro o cortar
una vara para un injerto. Recuerda en especial los días de marzo, ventoso y
pendenciero, que acamaba las mieses y alborotaba las copas de los olivos. De
las lindes volaban espantadas las alondras trinando hacia un cielo por el que
cruzaban raudas nubes viajeras, mientras podía oírse por aquellos contornos el
canto de la naturaleza en primavera: arrullos, gorjeos, silbos, zureos… En las marrás crecían esparragueras, lirios
silvestres, ramitas de espliego, capuchinas de color morado con forma de
lamparillas. Entre los sembrados, por la cañada de enfrente, un rebaño de
ovejas y corderos subía la ladera embebido en ser muchas cosas felices al mismo
tiempo.
Uno de los olivares del Cerro de los Bueyes lindaba con una suerte en que el trigo por el mes de mayo encañaba entreverado de avena morisca y llamaradas rojas de amapolas en unas imágenes de una belleza deslumbrante, como si la naturaleza acabara de ser creada. Miraba a su padre entonces y descubría sorprendido en su cara una expresión de contrariedad mientras chasqueaba la lengua con desaprobación.
Uno de los olivares del Cerro de los Bueyes lindaba con una suerte en que el trigo por el mes de mayo encañaba entreverado de avena morisca y llamaradas rojas de amapolas en unas imágenes de una belleza deslumbrante, como si la naturaleza acabara de ser creada. Miraba a su padre entonces y descubría sorprendido en su cara una expresión de contrariedad mientras chasqueaba la lengua con desaprobación.
Mucho después descubriría que los
adolescentes, a quienes daba clase, carecían de conciencia retórica de los
textos literarios. En aquellas visitas campestres descubrió que los campesinos
no poseen una conciencia estética de la naturaleza como mostraba la cara de disgusto de su padre mirando el trigal: no había curado lo suficiente o lo
había hecho tarde, lo que amenazaba con una merma en el rendimiento. Y es que,
como afirma Marc Badal en el libro citado, “la mirada del campesino era capaz
de captar un cúmulo de significaciones imperceptibles para los demás. Incluso
también para los campesinos de otro pueblo. Pero era incapaz de ver aquello que
llama más nuestra atención cuando vamos al campo. Lo primero que salta a la
vista cuando alguien de fuera contempla un lugar. Especialmente si es de
ciudad.
Los campesinos no veían el paisaje.”
Pasaba lo mismo allá en las estribaciones de
la sierra de La Lamparona, en la Raya. En otoño, los castaños y los nogales
teñían de numerosas gamas de ocre sus copas sobre el fondo verde oscuro de los
pinares, pero todo lo que un campesino podía contestar frente a un comentario
encendido ante aquel espectáculo natural era: “Es lo que tiene octubre”.
Formaban parte de esa misma naturaleza y les faltaba un mínimo de
distanciamiento para contemplarla como paisaje. Su mentalidad, ya urbana, había
disociado la utilidad de la belleza, pero en ellos aún permanecían unidas, y si
miraban fijamente la copa de un aliso junto a un regato era para decir cosas
como “de esa rama salía un cabo para un zacho”.
A pesar de haber heredado esa perspectiva
campesina, su padre no carecía de sensibilidad literaria. En cierta ocasión
descubrió un tercetillo que había escrito en un papel de estraza. Decía así:
“Ya se murió el tío Pulío;
bien lo dicen sus olivos;
así lo dirán los míos.”
Estos eran los versos que escribió cuando volvió a casa después de
pasarle el rodo a uno de los olivares una mañana de junio. Pero, ¿quién era el
tío Pulío?, se preguntó intrigado.
Pues el tío Pulío, según pudo saber, había
sido un olivarero de La Roca de la Sierra que, a pesar de su escaso patrimonio,
pertenecía a la a la “élite” social del pueblo, la misma, aunque en un peldaño
inferior, de la que formaban parte, por derecho propio, las fuerzas vivas: alcalde
y secretario del Ayuntamiento, jefe del puesto de la guardia civil,
veterinario, maestro y algún otro profesional liberal. Y es que, como cualquier
grupo humano, los pueblos extremeños de los años sesenta habían consolidado
desde mucho tiempo atrás una estructura con sus élites y sus marginados. En el
ámbito rural, los labradores, propietarios de más o menos fanegas de tierra,
nutrían las primeras, en tanto los ganaderos, que aprovechaban los pastos de cordeles,
cañadas y veredas, las márgenes de la rivera y arrendaban los rastrojos a
partir de junio, pertenecían, junto con los jornaleros que vivían de trabajos
estacionales, a los segundos.
Los labradores, como en todas partes, eran
individualistas, celosos de su patrimonio y de su rendimiento, que tendían a
encubrir (frente al hombre de ciudad que tiende a exhibirlos), buenos
administradores de su hacienda pero inmovilistas (vender una tierra heredada se
consideraba una traición a los padres) y reacios a los proyectos colectivos por
una profunda desconfianza en los demás, pero de quien más desconfiaban era de
los ganaderos. Y es que, como pudo comprobar, sobre ellos siempre recaía en las
conversaciones un vago manto de sospecha, nunca concretado, bien porque su
ganado, en momentos de descuido o desidia, entrara en una huerta o en un
sembrado, o bien porque se contaminaran con la imagen de los serranos y sus
ganados trashumantes, de quienes se decía que preguntaban si vivían gitanos en
el pueblo y, si era así, robaban y seguían su camino: alguien cargaría con las
culpas.
Pues bien, el tío Pulío, con sus tres o
cuatro olivares amorosamente cuidados (era siempre el primero en ararlos, en
cortarles los chupones, en podarlos tras la cogida de aceituna), se encontraba
instalado, por su condición de propietario y por su seriedad, en lo alto de la
escalera social de aquel núcleo urbano anclado en una estructura
antiquísima, pero había muerto sin hijos y su padre pudo contemplar una mañana,
al pasar junto a uno de sus olivares, el feraz herbazal del abandono. Su padre,
que con el tiempo compró varias tierras de labor y siete olivares, lo que
supuso su acceso a la “élite” rural desde el territorio de los
marginados, tenía dos hijos pero ambos estudiaban fuera, una en Sevilla, otro
en Cáceres, y volvió convencido, de un lado, de que sus olivos arrostrarían la
misma suerte y, de otro, de que, excepto para los olivos, tal vez eso fuera
mejor para todos.
A diferencia de las tierras de labor, a su
hijo siempre le gustaron los olivares, todos parecidos pero todos distintos,
así como los nombres de los lugares en que crecían: el Cerro de los Bueyes, el
Barro del Prado, el Vegón del Palacito, el Venero del Lobo, las lomas de
Malabrigo o las lomas de Charcofrío… y trabajó en ellos desde pequeño
realizando todas las tareas: corte de chupones, recogida de aceitunas e incluso
injertos para los que no tenía mala mano.
Su padre los cuidaba muy bien realizando
cada labor en su tiempo, pero había dos tareas que dejaba para los días que él
pasaba en casa: el uso de la motosierra para talados de enjundia, que no quería
hacer solo por temor a un accidente, y los injertos que hacía delante de él
para que aprendiera y que con el tiempo le dejó hacer. En los olivares que
compró a diversos propietarios había olivos de toda clase, que por la zona
recibían el mismo nombre que su fruto: cordobiles, gordales, cornicabras o
cornezuelas, verdiales, manzaniles, carrasqueños… y su padre acabó convencido
de que las de mayor producción eran las llamadas coloradas, porque las
aceitunas pasaban del verde a un color rojo cereza y de ahí al negro. Así que
debió hacer numerosos injertos. Para ello, entre los meses de marzo y mayo se
cortaba una vara verde y nueva del olivo donante que tuviera varias yemas aún
no brotadas y allí donde se acumulaban tres o cuatro se hacían dos incisiones
circulares y una vertical y con sumo cuidado se separaba la piel sin tocar con
los dedos el interior. En el olivo que iba a recibir el injerto se cortaba una
rama gruesa, se separaba la piel haciendo dos o más cortes y se introducía la
piel nueva debajo de la vieja apretando esta sobre aquella con varias vueltas
de cordel. Después se cubría con papel, nunca con plástico, y a los veintiún
días se levantaba para comprobar que habían conseguido engañar al viejo olivo
verdial: su savia había hecho brotar las yemas de un olivo de distinta clase.
Con los años su padre había ido sembrando
también otros árboles frutales, de modo que entre el verde grisáceo de las
copas de los olivos (aún más gris cuando soplaba el viento pues mostraban el
envés de las hojas, como bien vio Lorca al describir una tormenta en “Preciosa
y el aire”: “los olivos palidecen”) podía adivinarse en verano el verde intenso
de las higueras de Almoharín o de los higos de rey, un par de perales en un
lindón cargados de fruto en julio o varias parras madurando sus racimos de uva
albilla en septiembre, de modo que si el invierno era el tiempo de la recogida
de la aceituna, el verano lo dedicaban a recolectar peras, higos chumbos, racimos
de uva de cuelga, higos de rey para hacer casamientos con nueces en Navidad o
higos de Almoharín que se vendían para hacer turrón.
Su dedicación a los olivos era tan intensa
que incluso el mismo día de su muerte se empeñó en ir a pasarle el rodo al
único olivar que le faltaba por dar, pero la madre se opuso y se enfadó y le
regañó diciéndole: “Siempre te quejas de que tus nietos vienen poco y un día
que están aquí te quieres ir a trabajar”.
Poco después, comenzó a sentirse mal.
Un par de días después de su muerte fue a
labrar el olivar que él no había dado y a las pocas vueltas rompió la cuchilla.
Bajó del tractor y miró hacia los olivos polvorientos. Sobre el ronroneo del
motor al ralentí rayaba la mañana el estridular unánime de las cigarras,
sostenido en un único acorde continuado. Se puso de cuclillas junto al apero y
con un profundo sentimiento de irritación por su torpeza, repitió los versos
ciertos y premonitorios de su padre: “Ya se murió el tío Pulío; / bien lo dicen
sus olivos; / así lo dirán los míos”.