Cuando
voy unos días a La Codosera suelo dar un paseo mañanero por las afueras del
pueblo siguiendo la carretera de San Vicente de Alcántara hasta llegar al río
Gévora, cuyas aguas, límpidas y frías, bajan cantarinas desde Portugal a la
sombra de los alisos (es el único río pacense en que las truchas pueden
sobrevivir, aunque no reproducirse). El pasado domingo me crucé con un vejete
que caminaba ligeramente inclinado hacia adelante con las manos cogidas a la
espalda. Como en la zona de la raya es obligado saludar a los desconocidos, sopesé
varias fórmulas de cortesía (Con Dios, A la paz de Dios, Buenas…) y opté finalmente
por la más laica, “¡Vamos allá!”. El hombre me miró y contestó sonriendo con
sorna: “Eu nao vou; eu já venho” (No voy; yo ya vengo).
Seguí mi camino preguntándome por qué había
sonreído de aquel modo hasta que di con la respuesta. ¡El muy tunante había hecho una trampa
en el juego! En vez de responder al sentido de la fórmula de saludo (que, como
todas las demás, es una expresión lexicalizada), había contestado al
significado literal de mis palabras (tal vez porque en portugués “¡Vamos allá!” no sea propiamente un saludo). Es decir, se había burlado de mí
y sonreía satisfecho de su travesura.
Pero más tarde caí en la cuenta de que,
además, me había contestado en verso (cuando yo me había dirigido a él en
prosa), así que reproduzcamos el "poema" como Dios manda.
“Eu nao vou;
eu já venho”.
Como puede verse, se trata de un pareado de
tetrasílabos blancos (“vou” es una palabra tónica y hay que sumar una sílaba;
los portugueses, más perezosos que nosotros, cuentan hasta la última sílaba
tónica del verso e ignoran la terminación aguda, llana o esdrújula del mismo.
Para ellos, por tanto, estos versos son trisílabos). Una mirada más atenta
permite descubrir que en esas ocho sílabas (al otro lado de las sierras cercanas de la frontera, recordemos, sólo seis) utilizó una anáfora (ambos versos
comienzan con la misma palabra), un paralelismo (las estructuras sintácticas
son similares) y una antítesis (entre “vou” y “venho”). Por último, el texto,
como aconsejaba Antonio Machado, permite una lectura “de frente” (yo ya regreso
del paseo) y otra “al sesgo” (soy un anciano y ya vengo de vuelta).
La anécdota que cuento ejemplifica lo fácil que
es extralimitarse comentando un texto: es evidente que el anciano ignora
absolutamente todo lo que llevamos dicho y se sorprendería mucho del comentario
(puedo imaginarlo llevándose un dedo a la sien y sonriendo, una vez más, con sorna). Ahora
bien, el hecho de que los recursos empleados en un texto sean inconscientes o
involuntarios ¿desvirtúa o entorpece su eficacia? No estoy seguro de que sea buena
idea preguntárselo a él cuando vuelva a verlo.