Adiós,
hermanos, camaradas y amigos,
despedidme
del sol y de los trigos.
(Miguel
Hernández).
“Nadie podrá decir de mí: ‘ese pasó sin pena ni
gloria’.
No, pasé con ambas. Con una entretuve a la otra,
las engañé a las dos”.
(Luis Landero. Juegos
de la edad tardía).
Tenía veintidós años cuando comencé a dar
clases en septiembre de 1978 en el Colegio Claret de Don Benito, uno de los
centros privados-concertados de mayor prestigio de la región (desde hace años
aparece entre los cien mejores centros privados de España en el suplemento de Educación
del diario El mundo). A veces, en
ciertos momento de estúpida presunción, me da por pensar que he contribuido a
ese prestigio, consciente, sin embargo, de que en sus cien años largos de existencia uno no ha
sido más que una palabra de una línea de un párrafo de un
capítulo de un libro (y si me dieran a elegir, escogería la palabra más hermosa
del castellano, “Sí”, la que pronunció mi padre antes de morir: lo sé porque yo
estaba allí). Sus profesores, de los que uno tanto ha aprendido, sobresalen por
su entrega, su solvencia profesional y su calidad humana. Pero hoy, en un atribulado
día de despedida, quiero hablar de los alumnos. Los que aparecen en las tres
fotografías siguientes son chicas y chicos de cuarto de ESO, la última
promoción a la que daré clase y que, por ello, encarnan para mí a todos los alumnos
que he conocido en cuarenta años de práctica profesional. Mucho podría decir
sobre esta tarea que me ha embargado durante cuatro décadas, pero prefiero
ceder la palabra a una autoridad indiscutible que, además, conoció de primera
mano la enseñanza media y la universitaria. Se trata de José Manuel Blecua
(Zaragoza, 1939) que fue primero catedrático de instituto y, más tarde,
profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona (y director de la Real
Academia de la Lengua entre 2010 y 2015): “Reivindico esa labor, incluso social,
del profesor de instituto, ya que creo que, junto con el maestro de enseñanza
primaria, son piezas vitales de la educación de un país. Luego la Universidad
tiene sus alicientes, pero no es comparable. El progreso en el conocimiento
resulta enorme a esa edad. Usted toma a un alumno de diez años y lo devuelve a
la sociedad con dieciocho, convertido en otra persona completamente distinta.
¡Cómo no va a ser apasionante ese trabajo!”.
En una composición de Clamor (1963) titulada “Mucho tiempo”, Jorge Guillén da entrada en
el texto a unos jóvenes (como los de la fotografía) con los que se cruza:
caminan de prisa, conversan y ríen movidos por un impulso, piensa el poeta,
“que no me fue ajeno”, mientras él, ya anciano, avanza lentamente ayudado de un
bastón. Y eso es todo lo que sucede en el poema. Ahí van, concluye el poeta,
los “millonarios temporales”, los verdaderos adinerados de la tierra, dueños
como son de un futuro sin confines: “El tiempo se alarga infinito / frente a
estas fuerzas juveniles. / A través de su propio mito / disponen de mundos por
miles”.
Ahí están, con la misma edad, crecidos en entornos
similares, pero “entre dos vidas próximas no hay más que algún abismo”:
egoístas a ratos y casi siempre solidarios, indolentes y laboriosos, tímidos y
desinhibidos, sociables y huraños, respetuosos y burlones (“Simón, un hombre se
mantenió media hora debajo del agua sin ninguna ayuda”; “¡Mantuvo!”; “No, no,
sin tubo; je, je”), bulliciosos, hiperactivos, taciturnos y parlanchines,
entristecidos y joviales. Sus nombres son: José Luis, Elena, José, dos
Alejandros, dos Lucías, dos Guillermos, Blanca, Alberto, Araceli, Jorge, Juan,
Javier, Ana, dos Carlos, Marta, Ismael, Raúl, Marina, Joaquín, Rodrigo, Juan Antonio,
Francisco Javier, Águeda… Sí, estos son los verdaderos millonarios de la tierra,
a los que desde aquí solo puedo decir, como Sancho Panza en el palacio de los
Duques “Si no os hice mucho bien nunca quise haceros mal”.
¿He sido feliz en esta casa? Claro, a ratos,
como uno, por lo demás, suele ser feliz, en instantes fugaces, tal vez en la
sala de profesores corrigiendo un ejercicio tras una “lectura comprensiva”
(como si hubiera otras). De repente, por la ventana, abierta a una zona
ajardinada, entra una suave ráfaga de viento con aromas de limón y lavanda mientras el tiempo parece
detenerse en su fluir (solo un exiguo e ingrávido instante), como si algún
tonto se hubiera dejado abierta una de las puertas del paraíso. Pero enseguida todo
se desvanece y el maldito tiempo propulsa de nuevo sus engranajes invisibles.
Entonces, uno vuelve resignado al ejercicio escrito (Pregunta: “Según el texto,
¿por qué no puede visitarse la cueva de Altamira? Respuesta: “Porque todavía no
está terminada”).
¿Me sentiré sin ellos “más
triste que un torero / al otro lado del telón de acero”, como (y las imágenes
son de José María Cumbreño) un árbol sin sombra, como un aljibe seco, como un libro
intonso, como los buzones de las casas deshabitadas? No es verdad que en estos
momentos me encuentre abatido, pero entonces ¿por qué me vienen a la
mente poemas tan desolados como los de Omar Khayyam (“Yo tenía un maestro
cuando estaba en la escuela. / Después fui maestro y creí triunfar. / Ahora soy
lo que ya siempre he sido: / Un puñado de polvo bajo el soplo del viento”) o de
José Bergamín (“Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía. / Todo se me va
acabando / menos la melancolía”)?
Tal vez sea inevitable en estos momentos,
pienso, algo del desconsuelo del adiós (¡Adioooooós, muchachos, compañeros, hermanos
claretianos!), una cierta sensación de pérdida, una pequeña aflicción que me invita
a sacar del bolsillo el pañuelo de las despedidas (y del "vinagre en las heridas”)
para decir adiós, de modo definitivo, a un centro y a una ciudad afable, alegre
y confiada, tan queridos los dos, una sensación de pesadumbre, no sé, de pesar, de
desconcierto… En fin, cerremos este balbuceo.
El sol destella en el Puente Real, en la
superficie del río y en las moreras del paseo fluvial. Las acacias, estremecidas
de gorriones y mecidas por el viento, cabecean asintiendo a todos mis pensamientos (“Sí, claro,
claro”). Hace una tarde hermosísima, como para tener novia formal, y pasear
cogidos de la mano (como dos millonarios temporales), espantando a los mirlos, ella con su falda plisada y su
rebequita azul y yo con mi pantalón de campana, el niqui rosa apestando a varón dandy, el jersey al cuello y los zapatos
de charol, tarareando ambos un sorbito de champán, sin un duro en el bolsillo, viendo comer
helados a las parejas más pudientes. Como dijo César
Vallejo, perdonen la tristeza.
Prefiero rematar estos despropósitos con una cita, más
ecuánime, de Javier Cercas (Prólogo a La velocidad de la luz): “He visto crecer a mis hijos, he ayudado a morir a
mi padre, he conocido el amor y la pobreza […] y he escrito dos o tres páginas
de las que no me avergüenzo; por lo demás, de un tiempo a esta parte me
persigue la sospecha de que quizá la felicidad consista en estar vivo, y de que
todos somos felices, solo que no nos damos cuenta”.