LAS PENÚLTIMAS MONTAÑAS
Antonio Cortijo
Mérida, Editora Regional de Extremadura, Col.
Geografías, 2021, 198 págs.
Nacido en Madrid
en 1963, Antonio Cortijo Florentino alterna su tiempo entre Madrid y
Extremadura, donde pasa la mayor parte del año en su casa de Almoharín
(Cáceres). Licenciado en Filología Hispánica y en Ciencias de la Información,
desde hace veinticinco años trabaja en la revista Caudal de Extremadura, especializada en agricultura, ganadería y
agroalimentación. En 2020 ganó el VIII Premio Internacional José Bergamín de aforismos
con el libro Envasado al vacío
(Cuadernos del vigía). Ahora la Editora Regional de Extremadura publica en su
colección Geografías Las penúltimas
montañas, que, por el desarrollo de su trama, recuerda la estructura de la
“novela de maquis” (enfrentamiento con un enemigo superior en número, búsqueda
de cobijo en las montañas, deserciones y abandonos, derrota final), pero frente
al carácter realista de estos relatos, firmemente anclados en el tiempo y en el
espacio (con frecuencia los lugares y los episodios tienen una base real), Las penúltimas montañas se sitúa en un
territorio mítico invadido por el ejército de un país colindante. Las eminentes
montañas del norte, el río fronterizo, las fortalezas aduaneras en los puentes,
la aldea de las mujeres, las fértiles llanuras, los riscos y grutas de las
sierras son los hitos de un espacio por donde deambula tras la invasión un
grupo de guerrilleros marcados por la violencia y abocado a una derrota cierta.
Tres hombres y una mujer plasman otros tantos destinos de quienes se han negado
a la ocupación de su patria hasta ver impotentes cómo cualquier resistencia es
inútil tras comprobar cómo la mayor parte de sus compatriotas colaboran
resignadamente con los nuevos dueños. La tentación del regreso, la huida hasta
las tierras libres del sur, la tenacidad en la resistencia y la búsqueda
incesante de un espacio de paz improbable son las opciones de estos “héroes”
desarraigados que se mueven en medio de una naturaleza hostil, escarpada,
hiriente, habitada por todo tipo de seres vencidos. Reproducimos un fragmento
que incorpora los dos motivos nucleares de
la novela, el acoso a los guerrilleros y la naturaleza abrupta en que se
mueven perseguidos y perseguidores (el motivo que ha pasado el título de la
narración).
“Hay un
momento en el que el alba coge con sus manos el manto de la noche y, con mucho
cuidado, lentamente, lo levanta sobre nosotros y el mundo. La llanura emerge
otra vez diáfana mientras se despereza. Por unos breves instantes hay una
especie de cualidad acuática en el aire que nos refresca y tonifica, pero enseguida
desaparece. Ellos no van a cejar nunca en su empeño y esperan que, tarde o
temprano, acabemos por entregarnos. Probablemente no habría ni venganzas o
escarmientos, ni siquiera animadversión. Todo consistiría en entregar las armas
e integrarnos en la nueva vida —por ellos instituida— de nuestras viejas
ciudades doblegadas. Pero nosotros sabemos que no hay marcha atrás, que no hay
ninguna posibilidad de volver a recorrer esas calles ocupadas, de volver a
vivir esa nueva vida esquilmada, oprimida, tullida y asfixiada. La vieja
libertad —y la memoria de nuestros antepasados y sus centenarias costumbres —
no va a morir mientras estemos aquí arriba, en las montañas, ocultos en el
boscaje y viviendo en las oquedades de las grandes piedras, vigilantes y huidizos
en lo más alto, acosados pero libres.
Esas nubes
de polvo, esos lentos convoyes, esas columnas de humo, esos diminutos puntitos
negros que se afanan en la defensa del río, configuran un lejano decorado
animado sobre el territorio de un mapa demasiado conocido, que empieza a
cuartearse por los extremos. De vez en cuando, una breve explosión, un
interrumpido tiroteo, un cañonazo, dan fe de ellos. Mientras, nosotros, aquí
arriba, pateamos los estrechos caminos de piedra al borde de pequeños precipicios.
Buscamos algo de caza. Pero no dejamos de contemplar la amplísima llanura
secuestrada, inmóvil ahora a media tarde. Llegamos por fin a uno de los
manantiales en los que el agua aún brota fría, limpia y generosa. Nos
arrodillamos para beber, nos refrescamos la cara y llenamos las cantimploras.
Abajo, a lo lejos, un sol plano recalienta y pudre el agua de los pilones y los
estanques.” [pp. 11-12].