(Antología poética, 1976-2020)
Francisco Javier Irazoki
Madrid, Ediciones Hiperión, 2021, 169 págs.
Como escritor, sus primeros poemarios
editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos
segados (Universidad del País Vasco; Leioa, 1992), que incluía los
tres volúmenes de versos escritos hasta esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos
para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990).
Más tarde, Irazoki publicaría Notas del camino (Javier Arbilla
Editor; Pamplona, 2002, con fotografías de Antonio Arenal), el libro de poemas
en prosa Los hombres intermitentes (Hiperión; Madrid, 2006) y La
nota rota (Hiperión; Madrid, 2009), cincuenta semblanzas de músicos de
épocas muy variadas, desde el Renacimiento y el Barroco hasta los mejores
creadores e intérpretes del jazz. A estos títulos siguieron el poemario Retrato
de un hilo (2013) y los libros de poemas en prosa Orquesta de
desaparecidos (2015), Ciento noventa espejos (2017) y El contador de gotas, todos aparecidos en la editorial Hiperión. Durante
cuatro años escribió su columna Radio
París en El Cultural, suplemento
del diario El mundo, donde en la
actualidad es crítico de poesía.
Ahora la editorial
Hiperión publica Palabra de árbol, una
antología preparada por el propio autor que recoge poemas de todos sus libros,
además de cinco composiciones de un poemario aún inacabado, Música incinerada. Como informa en una
nota inicial, “abundan los poemas en prosa. Desde los años noventa, reflejan mi
manera más libre de concebir la poesía”. Estos poemas propenden a la concisión,
con una expresión cuidada y pulcra, que se sitúan con frecuencia en un entorno
fronterizo entre lo narrativo y lo poético (entre textos que cuentan y textos
que cantan). De esta prolongada andadura de más de cuarenta años se erige una
trayectoria poética notabilísima, pero también la talla de una persona de una
extraordinaria calidad humana. Reproducimos una composición de su libro Retrato de un hilo que podría formar parte
del más amplio grupo de poemas en prosa.
MIGUEL DE CERVANTES VIAJA A SUS DOS ESPEJOS
En el primer espejo,
el imperio español es un pavo real
que cubre un paisaje de mendigos, matasietes
e hidalgos de gotera.
En sus plazas, el cadalso de la Inquisición
como único quiosco de música.
Ahí caminan el bisabuelo pañero,
la abuela y su familia de sangradores,
el abuelo con sus tres mozos de cuerda,
el padre sordo que ama la viola y los caballos.
Detrás vienen las hermanas,
domadoras de escribanos y genoveses relamidos,
el pueblo fisgador,
la paciente Catalina.
El militar lisiado los mira desde su ventana
y bebe unos sorbos de aguapié
mientras afila el palo de la melancolía.
Al segundo espejo llega la muchedumbre
que es cualquier hombre:
un niño que lee
los papeles rotos
de la calle,
el joven que hiere a un maestro de obras,
el soldado con frascos de pólvora, botas de balas
y demás utensilios de poeta,
el cautivo ante el que ahorcan a un jardinero.
También acude el que pesa la cebada clerical,
ese que juega a los naipes
y a las excomuniones,
el que se acuesta en las cárceles
y cuyas páginas aprisiona
el libro de un suplantador.
Ve en los dos cristales su edad oscurecida.
Para ir de un espejo a otro
cruza un lugar innombrable.