IMPRESIONES Y MEMORIAS DE UN SETENTÓN RECLUIDO
Manuel Pecellín Lancharro
Madrid,
Fundación de Emmanuel Mounier, Col. Persona, 2020, 165 págs.
Han sido varias las entradas de este blog dedicadas a reseñar algunas de las obras publicadas por Manuel Pecellín Lancharro (Monesterio, 1944), quien a su notabilísima tarea como dinamizador cultural durante décadas (director del Servicio de publicaciones de la Diputación Provincial, director del Centro de Estudios Extremeños y de su revista, presidente de la Asociación de Escritores Extremeños, cofundador y vicepresidente de la Unión de Bibliófilos Extremeños, entre otras numerosas tareas, miembro de la Real Academia de Extremadura y Director de su Boletín) y a su labor docente, ha sumado una vasta trayectoria de artículos, ensayos, estudios, tesis, ponencias… destinados en gran medida a reconstruir la historia del pensamiento en Extremadura, con especial atención a la presencia del Krausismo en la región. Pero Manuel Pecellín ha participado también activamente en el estudio y promoción de la literatura en Extremadura. Él es el autor de la mejor revisión histórica que se ha publicado hasta la fecha: los tres tomos de Literatura en Extremadura (1982) que se han ido completando posteriormente con artículos en distintas publicaciones en los que el autor ha atendido tanto a la recuperación histórica de ciertos autores (Felipe Trigo, particularmente, pero también el teatro extremeño del siglo XVI, por ejemplo) como a los escritores contemporáneos (Manuel Martínez Mediero, Manuel Pacheco, Álvarez Lencero, José Antonio Gabriel y Galán, los narradores últimos...). Recientemente ha visto la luz Poesía social en Extremadura (Beturia, 2019), que recoge textos de poesía comprometida desde el siglo XVI hasta la actualidad. No menos importantes para dar fe del panorama editorial regional en estos últimos años han sido los sucesivos tomos de su Bibliografía extremeña.
Pero paralelamente a una monumental obra filológica,
bibliográfica y crítica que no se doblega a los resúmenes, Manuel Pecellín ha
ido agavillando sus páginas de auténtica creación literaria, primero en una
obrita de 1987 publicada por la editora regional (Caleidoscopio), y más
tarde en otras entregas de mayor cuerpo, Historias mínimas (Del
Oeste Ediciones, 2001), Relumbre de espejuelos (Beturia, 2010, con
un soneto-prólogo de Santiago Castelo) y Bajo el sol de la dehesa (Editamás, 2017).
Ahora, la Fundación
Emmanuel Mounier publica Impresiones y
memorias de un setentón recluido, un diario elaborado durante los meses de
confinamiento con entradas fechadas desde 21 de marzo al 10 de mayo, registro “de
unos días dedicados a la lectura, a la charla online con las amistades, el
trote por los pasillos, la atención a ollas y sartenes y el cuidado del huerto que
planté en la azotea”. Sobresalen del conjunto la reseña de numerosísimas
lecturas de temas variados (antropología, historia, ensayo, filosofía…), el
recuerdo de familiares y amigos fallecidos a causa de la enfermedad
(aproximando el diario a un “memorial de ausencias”), el registro puntual de
contagiados y fallecidos, de recetas caseras, o las evocaciones del mundo de la
niñez en Monesterio, un mundo en que habitó y que sabe ya desaparecido y, por
tanto, incompartible, pues “¿cómo y a quién decirle el murmullo de las
colmenas, la zumba de los moscardones, el crepitar de zarzales en llama, el
estallido de las piñas abiertas con el
sol, los rumores miles del encinar? ¿Quién recoge de mi boca el empuje del
calostro, la dulzura de los chupamieles,
el amargor de los rabicanes, el agraz
del acerón, el encandilamiento de la
melcocha o el azúcar de los hijos rayados por la blanda?” (p. 75). No es
infrecuente que el diario se abra a la pura contemplación de la realidad más
próxima y elemental.
12-IV
“Esta mañana me han despertado las flautas
de los mirlos que anidan en nuestro naranjo. Cada primavera lo hacen en una
rama diferente. Habría que anillarlos para tener la seguridad de que es la
misma pareja, aunque yo así lo creo. Tampoco sé si son tenaces o
estúpidos, porque más de una vez los
gatos se han comido los pelachos. El
silbo melodioso alterna con el machaqueo de las tórtolas turcas, que también se
han hecho urbanitas, Tal vez su monótono matraca justifique la onomatopeya rola con que se las conoce en la Raya,
término tan próxima al rolinha
portugués. Lo que dejó de escucharse hace algún tiempo es la algarabía que los
gorriones desataban desde los árboles próximos. Venía hablándose de una infección
que los estaban eliminando por millones. Pesticidas, insecticidas, plaguicidas
y otros productos químicos, cada vez más usuales en nuestra agricultura
supertecnificada, deben ser mortales para los humildes pardales, y también para
los humanos, me temo (al parecer, en la
jerga juvenil se denominan rulas las
pastillas de éxtasis, es decir, la etilendioximetilanfetamina de los químicos)”
[p. 64].