PALABRERO
Bogotá, Intermedio Editores,
2016, 294 págs.
Nacido en Cali (Valle del Cauca, Colombia)
en 1958, Philip Potdevin ha cultivado tanto la narración corta (Magister Ludi y otros relatos, 1994; Estragos de la lujuria, 2010) como la
novela, género en el que recibió con su primera obra, Metratón (1995), el premio nacional de novela del Ministerio de
Cultura en 1994. A esta narración siguieron Mar
de la Tranquilidad (1997) y La
otomana (2005).
Ahora,
la editorial bogotana Intermedio publica su última novela, Palabrero (término que podríamos “traducir” como mediador en los
conflictos), que sitúa su trama en una entorno real, la península de La Wajira,
en el extremo nororiental de Colombia. En ella se levanta la Sierra Nevada de
Santa Marta y fluye el río Ranchería junto a ciudades como Riochacha y aldeas
como Albania, Distracción, Barrancas o San Juan del César. Es la tierra
ancestral de los indios wayuu, los paraujanos y los kusina, aunque en el
presente las diferencias se han atenuado
y todos hablan una misma lengua. Con una larga historia de oposición a
los colonizadores españoles, en el presente la comarca es explotada por una
compañía de capital extranjero que, con la complicidad de jueces y políticos,
extrae carbón para su exportación, dispuesta a modificar el curso del río
Ranchería para continuar la extracción bajo su lecho. Ha llegado el momento de
enfrentarse a una poderosa organización que no dudará en recurrir a la
corrupción, a la extorsión y al asesinato para mantener su situación de dominio
sobre la población indígena.
Nos encontramos, por todo ello, en el
terreno literario del compromiso, que denuncia una situación de injusticia
generalizada en que se confabulan políticos, jueces y empresarios frente a unas
poblaciones autóctonas, herederas de antiguas y hermosas tradiciones culturales,
a las que en la narración se les ofrece el protagonismo que le negaron los conquistadores
españoles en el pasado y los nuevos colonizadores, con armas aún más innobles,
en el presente.
“Edelmiro.
Edelmiro Epiayú. Edelmiro Epiayú Epiayú. “Nacido un 31 de diciembre”, dice la
cédula de ciudadanía. “Manifiesta no saber firmar”, dice también. La foto en el
documento, difusa, es casi de un niño, un joven, no mayor de trece, catorce
años, a lo sumo quince. Pero no es cierto. No nací un 31 de diciembre, sí sabía
firmar y leer cuando la expidieron, y no había cumplido la mayoría de edad para
que me dieran la cédula. Un engaño, una afrenta. No es posible que casi toda
nuestra gente haya nacido un 31 de diciembre, Ni tampoco que hubiéramos
alcanzado la mayoría de edad cuando las entregaron. Patrañas de políticos para
asegurar sus elecciones. A mí no me cambiaron el nombre; a muchos sí. Durante
mucho tiempo el Estado no rectificó el daño hecho hace doce, quince años cuando
la Registraduría Nacional del Estado Civil expidió documentos de identidad a
decenas, a cientos, a miles de wayuu con nombres oprobiosos e información
falsa. Es una de tantas deudas que adquirió con nosotros; pero no la más
importante, A unos le pusieron en la cédula, por nombre, Teléfono, a otros
Mariguano, a otros Raspahielo […] Esas cédulas, que confiscan cada dos años en
vísperas de elecciones, incluso las corregidas, para elegir y reelegir
alcaldes, congresistas, gobernadores; todo a expensas de la dignidad, la
inocencia el indígena wayuu, el otrora guerrero, indómito y no reducido –como se
nos señala- habitante de estas tierras wajiras” [pp. 19-20]