EL ÚLTIMO BLUE
LAGGON
Roge Gómez
Salamanca, Ed.
Delirio, Col.Narrativa Iria, 2024, 190 págs.
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y dedicado a la docencia, Roge Gómez ha sido durante cinco años alumno del taller literario de Isabel Canelles, en cuyas antologías publicó varios relatos (uno de los cuales es representado periódicamente por los estudiantes de la escuela de teatro Lombó como monólogo). Ahora, la editorial salmantina Delirio (que edita “libros cuadrados como puños”) publica su primera novela. Situada la trama en su arranque en una aldea, San Esteban de la Fuente, en pleno campo charro, la novela se abre con un episodio crucial; el protagonista, ya en las postrimerías de la juventud, es despertado por su madre tras una noche rutinaria de alcohol, estupefacientes y lagunas mentales diciéndole que un par de policías preguntan por él: su mejor amigo, el Honrado, ha aparecido ahorcado con las manos atadas (lo que descarta un suicido). Su relación con el fallecido y su propio estilo de vida lo hacen sospechoso. Pero este motivo, propio de un relato negro, se incardina en un panorama narrativo inicial de corte cervantino: Antonio ha decidido transformarse en Elvis copiando sus vestidos, sus complementos, su peinado, su propensión progresiva a los excesos, lo que lo convierte en una figura grotesca en su entorno, pero en la que adivinamos a uno de esos “héroes” empeñados, frente a todo tipo de contratiempos (una pequeña aldea, unos personajes rurales, una madre escandalizada) en hacer realidad sus sueños. Antonio / Elvis baila como el cantante estadounidense, ingiere constantemente el mismo cóctel (el blue lagon, una mezcla de vodka y curaçao) consume drogas y aspira a unas relaciones sexuales libres, pero la extraña muerte y el acoso policial lo obligan a huir. Con toda sus pertenencias en una mochila, el protagonista emprende un viaje, comparable al de Alonso Quijano o al de Lázaro de Tormes, que le llevará a La Alberca, Salamanca, Madrid y Oslo, vivirá aventuras (sin el propósito aleccionador de los relatos picarescos) y conocerá a personajes tan extravagantes como él, todos situados en el extrarradio de la sociedad: un policía corrupto y vengativo (que tal vez asesinara a su padre en las tapias de un cementerio), una mujer de mediana edad, Priscilla, que lo acogerá generosamente, jóvenes urbanos que huyen de la ciudad, okupas organizados, naturistas, nudistas… mientras busca el amparo de una extraña agrupación anarquista (La pepita negra) y a Ela, una vedette de los años de la guerra. Nos encontramos, por lo dicho, ante una novela singular (aún más al tratarse de una primera novela), de carácter lúdico, con un marcado sentido del humor (como el comportamiento de ese camionero que combate el sueño con café con cocacolas), con una prosa eficiente y unos diálogos a la vez naturales y sorprendentes (con registros que van de lo rural al jergal) y un resultado final logrado en todos sus aspectos. Reproducimos un fragmento que presenta al protagonista sumido en sus tribulaciones.
“Camina con precaución por la acera y ve sorprendido que alguien levanta el brazo desde lejos, a modo de saludo. Eso desboca su esperanza. Quizá lo de anoche no ha sucedido. O, ya que eso parece que es un hecho, han descubierto por fin la verdad. Que él no ha sido. Que no ha hecho nada. Que cómo va a haber, nada menos que ahorcado al Honrado, el amigo que cuando ya nadie daba un duro por él, salió cada noche de cada día a tomar vinos, a enseñarle beber otras cosas. Compartió con él su Blue Lagoon: el cóctel por el que era famoso en todos los bares del pueblo. Cada vez que traba en uno, si eran más de las once de la noche, se lo ponían sin preguntar. Y empezaron a ponerles dos... Juntos volvían a casa borrachos perdidos. A veces se turnaban: «Hoy te acompaño yo a tuya». Y luego estaba su hermana, la Mambrú. Siempre la adoró. Desde aquel cumpleaños germinal donde bailó con su nuevo disfraz moviendo la pelvis y acercando sus caderas hasta ella como si no hubiera testigos. Como si, por fin, hubiera desaparecido su madre. Después pasó aquello de romperle el disfraz y echar a todo quisqui de la casa. Y fue ver cómo se le iba para siempre. O eso se temía él. Porque con el paso de los años, sus costumbres se fueron complicando. Las de ambos. Ella angelical, con aquella belleza que estremecía a cualquiera que la viera, enigmática y silenciosa, comenzó a tener relaciones con todo el que se preciara. Nadie supo nunca qué criterio seguía. Solo que era metódica y que mantenía igualmente su imagen de candor y timidez. Tampoco supo nadie nunca por qué, cada vez que estaba con alguien, el Alicante iba relatando su nombre por las calles del pueblo como echando un pregón. La lista se hacía cada vez más larga. Hasta que el azar cruzó sus gustos, y el Alicante pudo sumar una gloriosa mañana su nombre a la lista: Elvis Antonio”. [pp. 25-26].