TIEMPO
Arturo Picazo
Mérida, Editora
Regional de Extremadura, col. Geografías, 2022, 326 págs.
Arturo Picazo Bermejo (La Haba, Badajoz, 1958) es Licenciado en Estudios Eclesiásticos. Tras realizar estudios de filosofía y teología, ejerce como educador en la Fundación Diocesana San José Obrero de Orihuela, dedicada a la atención a menores en riesgo de exclusión social. Entre su obra se cuentan las siguientes novelas publicadas: Tramo de hierro (2008), El lugar de las ausencias (2010), Misiva a Cesenio (2012) y Sombras en la nube (2019). Tiempo, que ahora publica la Editora Regional deExtremadura, desarrolla su trama durante un tiempo presente reducido en el que asistimos a la agonía del viejo relojero italiano Francesco Rembardo, y los recuerdos de su ayudante y yerno, Andrea, que reconstruyen tres historias, situadas en un tiempo extenso (unos cuarenta años del siglo XVII), relacionadas por el protagonismo de esta pareja de relojeros vocacionales y otros personajes secundarios, pero también por los proyectos que llevan a cabo: Vicenza Martini pide al relojero que le construya en los jardines de su palacio frente al mar un monumental reloj de sol como homenaje a su marido, el capitán Daniele Bolognesi que no ha regresado de su último viaje a América, el banquero Gio Battistsa Pinichotti les encarga un reloj de pesas para una de las torres del Castell Novo de Nápoles en un entorno convulso de motines populares contra la nobleza y las autoridades españolas, los monjes de la abadía de San Girolamo de la Cervara le encargan un reloj de péndulo, con lo que acceden a un universo reglado y apacible bajo cuyas apariencias se oculta al mal. El resultado es una novela histórica lograda tanto por el firme pulso narrativo como por la singularidad y verosimilitud de personajes y episodios. Reproducimos un fragmento del último trabajo de los relojeros en la narración.
“Al llegar a la abadía volvimos a quedarnos
admirados de la robustez de la torre que iba a albergar el reloj. Pegados a su
base, miramos hacia arriba, a la hilera de los firmes modillones que sostenían
el matacán. Tuve entonces un sentimiento de fragilidad ante la reciedumbre de
sus muros y la verticalidad de su altura. Con ese encogimiento seguí
observando. La monótona seriedad de sus piedras era interrumpida por seis
ventanas alineadas armónicamente sobre el borde exterior, lo que otorgaba a la
edificación un toque de discreta elegancia.
—La llamamos Torre Sarracena — explicó
Giacomo —. Es de construcción reciente, de este mismo siglo. La denominamos así
porque nos ha servido y nos sirve de defensa de las incursiones de piratas
berberiscos.
— ¿Son frecuentes los ataques? —me
interesé.
— Hace tiempo que no registramos ninguno;
pero sí que lo han sido. Es uno de los motivos por los que hubo que edificar la
torre.
—Será maravilloso poder lucir entre sus
muros la esfera de nuestro reloj — comentó entusiasmado Francesco.
—¿Y la sonería? —pregunté.
— La campana ya está arriba — confirmó
el hermano Giacomo.
Tanto mi suegro como yo nos quedamos
admirados de la previsión con la que actuaban los monjes. El viejo relojero
recordó en concreto la perfección del plano que dos meses atrás nos habían
presentado con todo lujo de detalles. Ahora solo faltaba que no surgiesen
dificulta-des imprevistas. La cercanía del mar no era un problema pequeño,
porque la humedad expondría las piezas a un deterioro más acelerado de lo que
sería deseable. Pero allí todo estaba próximo a las aguas, así que el sitio,
elegido era sin duda el mejor.
Mientras contemplábamos la entrada a la
abadía y ante el interés de mi suegro por la edificación, el cillero expuso de
modo breve los momentos más significativos del monasterio:
—Su construcción comenzó hace ahora algo más de 300 años.
Concretamente en 1361 empezaron las obras y fue erigido monasterio tan solo
tres años después. A mediados del siglo pasado fue reconocida como abadía. De
aquí han dependido monasterios importantes y entre sus muros se han hospedado
personas reconocidas como los papas Gregorio XI y Urbano VI, santa Catalina de
Siena y Francesco Petrarca”. [pp. 221-222].