RECURRENCIAS
Carlos Reymán Güera
Mérida, De la luna libros, Col. Lunas de Poniente,
2020, 94 págs.
Carlos
Reymán Güera es autor de Demagogias
(Libros de Mesa, 2016), un libro singular que incluye poemas, entradas de un
diario, aforismos y pequeños relatos, conformando con ellos una “miscelánea”
que dos lúcidos lectores, Eduardo Moga
y el profesor Miguel Ángel Lama, comentaros
en sus blogs. Ahora, este escritor del que es imposible encontrar dato
biográfico alguno ni en los paratextos editoriales ni en internet, publica su
segundo libro, en esta ocasión de relatos y microrrelatos, tal vez por el
perfil de la colección en que aparecen (Lunas de Poniente, abierta a los cultivadores del cuento en la región).
Recurrencias, que ahora publica la
editorial emeritense De la luna libros, reúne cincuenta y tres textos
narrativos fronterizos con otras formas literarias (también aquí hay fragmentos
de un diario, notas de lectura, poemas en prosa…) que abordan, siempre desde la
perspectiva lúcida de un observador agudo, de un lector que rehúye los lugares
comunes y de un escritor que elude el patetismo mediante procedimientos de
distanciamiento como el humor o la ironía, motivos diversos: recuerdos
infantiles (del niño y la abuela contrabandistas),
la denuncia social (“Y no te quejes”, “El símbolo”), la crueldad aldeana (“Las
gafas”), la imprevisibilidad de la condición humana (“Mi jefe”), la denuncia
del maltrato animal (“Los gorriones”), en tanto otros relatos recrean, para
alterar su mensaje, una frase hecha (“Todas las familias tienen un cadáver en
el armario”) o una sentencia (“Homo homini lupus”), pero sin duda el motivo más
recurrente es la propia literatura (y la vida literaria): “La presentación” (de
su primer libro, a la que no acudió), “Introducción a la poesía actual”, “Hablando
con Unamuno”, “Diario de un poeta recién olvidado”, “Diario de un escritor
todavía joven aspirante al nobel de literatura”, “El nuevo libro”, o “Adivinanza”.
Reproducimos dos composiciones. En la primera, el narrador, un niño, se
enfrenta al súbito malestar de las emociones contradictorias. En la segunda,
nos enfrentamos al relato de una pérdida (o un poema sobre una pérdida: el texto permitiría su reproducción en verso).
EL ALIVIO
Uno no sabe
bien dominar sus sentimientos. Ni sabe de dónde le nacen determinados
sentimientos. Ni en qué medida esos sentimientos son uno mismo.
Uno se
tiene por bondadoso y alejado de la maldad pero se traiciona con una facilidad
pavorosa. Esta mañana el tutor de la clase de al lado vino a notificarnos la
ausencia de nuestro profesor de matemáticas: "Don Laureano no puede
asistir hoy a se interrumpió ante el clase porque ha fallecido...",
murmullo expectante que se había originado entre nosotros.
Todos nos mirábamos conteniendo la alegría o tratando de disimularla quienes no
podíamos contenerla. Una muerte repentina de don Laureano supone también la
muerte repentina de su torpe y aburrido método pedagógico, pero claro, eso no
es justificación suficiente para alegrarse por la muerte de un profesor que,
por otra parte, siempre había sido cariñoso con nosotros, suspensos aparte.
En lo que
duraron esos puntos suspensivos me vi terrible ante mí mismo, ante el espejo
moral que llevamos con nosotros y en el que apenas nos miramos (por cierto,
¿quién de mí lo sacó y me enfrentó a él, me puso ante mí, me hizo verme?).
Cree uno
que está hecho de buenos sentimientos y no sabe ni quién es, de qué es capaz.
Los puntos
suspensivos cesaron con el carraspeo del tutor de la otra clase y tras tragar
saliva reanudó su aclaración: "...su madre, la madre de don Laureano ha
muerto", nuevos puntos suspensivos se estiraron sobre la clase en un
tiempo en que se nos congelaron todas las emociones contrarias entre sí,
enfrentadas, hasta que se abrió paso el alivio general. Suspiramos: “Menos mal
que ha sido la madre, no don Laureano”, empecé a reconciliarme conmigo mismo,
“así es que no hay que alegrarse de la muerte de nadie”, me dije, intentando
recomponer a la persona buena que he sido siempre.
NOCTURNO
Silbaba la
luna su himno de luz contra el mundo a su paso por el barrio, luna altiva de
los charcos más sucios donde nace cada mañana un arco iris de gasolina.
Silbaba la
luna, fraternal y pálida, la música silenciosa en la que regresan los muertos,
la canción dormida del tiempo de la noche, los versos donde el viento ha
querido dejar un rastro de historias que nunca terminan.
Sonaba el
himno de la luna entre la solemnidad de las farolas y la distribución marcial
de las papeleras, tan feo, tan vacuo, como todos los himnos, y mi perro y yo
aullábamos con ganas desde la acera, desde la locura.
A nuestras
espaldas pasaban, como una amenaza reprimida, los coches patrulla de la
policía, lentos, mandaban mensajes envueltos en el halo azul que los alejaba,
guiños y parpadeos inequívocos, tics de un morse que no necesitaba de mucha
interpretación, puntos y rayas, y rayas y puntos, y... ¿hace cuánto que no
sabes nada de ella? —me preguntaban.