jueves, 30 de diciembre de 2021

Cuentos de la Generación de fin de siglo (1890-1915)

CUENTOS DE LA GENERACIÓN DE FIN DE SIGLO

(1890-1915)

 Mérida, Editora Regional de Extremadura, Col. Rescate, 2021, 224 págs.

Edición, introducción y notas de Manuel Simón Viola

  Manuel Simón Viola (La Codosera, Badajoz, 1955) es Doctor en Filología Hispánica y ha dedicado su trayectoria profesional a la docencia. Ha colaborado con reseñas y artículos en los periódicos Hoy, El periódico de Extremadura, ABC, y en revistas como Catedra nova, Revista de Extremadura, Revista de Estudios Extremeños, Zurgai, Ventana abierta, Filología Hispalensis o el Boletín de la Real Academia de Extremadura. En 2004 logró el VII Premio Nacional de Periodismo Francisco Valdés. Ha sido ponente durante varios años de talleres literarios en Don Benito y Villanueva, de los que ha editado antologías anuales. En la actualidad, es miembro del consejo de dirección de la Revista de Estudios Extremeños.

   Desde su primer libro, Introducción al comentario de textos (Método y práctica) (1992, 1996), ha publicado abundantes volúmenes de investigación, crítica literaria y ha editado a multitud de autores. Así, entre los textos en los que desarrolla la historia de la literatura en Extremadura, deben destacarse Medio siglo de literatura en Extremadura (1994, 2003), La narración corta en Extremadura. Siglos XIX y XX (2000), Extremadura. Ayer y hoy (2000), Ficciones. La narración corta en Extremadura a finales de siglo (Editora Regional de Extremadura, 2001), Literatura en Extremadura. 1984-2009. Vol. II Narrativa (Editora Regional de Extremadura, 2010), Escarcha y fuego. La vigencia de Miguel Hernández en Extremadura (2010), o Periferias. Ensayos sobre literatura extremeña del siglo XX (2017). Entre las ediciones de las que ha sido responsable, merecen mención las de La sangre de la raza, de Antonio Reyes Huertas (1995), Ocho estampas extremeñas con su marco, de Francisco Valdés, junto a José Luis Bernal (Editora Regional de Extremadura 1998 y 2013), Estrechando círculos. Antología de escritores extremeños y caldenses (1999, en colaboración con Antonio María Flórez), En la carrera, de Felipe Trigo, (2002, 2003), Cuentos extremeños de la generación de fin de siglo (2003), Jarrapellejos de Felipe Trigo (2004), La huella del aire, de José Miguel Santiago Castelo (Editora Regional de Extremadura, 2004) o Vargueño de saudades, de José López Prudencio (Editora Regional de Extremadura, 2006). En 2020 publicó su primer libro de ficción, titulado Fronteras [Texto de solapa].

   Ahora, la Editora Regional de Extremadura, en una pulcra edición de su colección Rescate, publica Cuentos de la generación de fin de siglo, cuyo texto de contraportada reproducimos: “Entre la última década del siglo XIX y el estallido de la Primera Guerra Mundial el mundo, tal como era conocido, cambia con una velocidad inesperada: el debate intelectual, el progreso científico y las alteraciones del orden social dejan su huella en la sucesión de movimientos estéticos que se acumulan y desarrollan simultáneamente. El eco de ese momento convulso que anticipa el llamado corto siglo XX llega también a Extremadura, a la periferia de un país periférico, que sufre con esas tensiones entre el viejo y el nuevo mundo que se anuncia, y deja testimonio de esta distorsión en la obra de autores más y menos recordados, pero de enorme interés, como los que aparecen en este volumen, de Gabriel y Galán y Felipe Trigo a Javier Sancho, Luis Varo o Diego María Crehuet”.

 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Diario durante mi estancia en el hospital


 

DIARIO DURANTE MI ESTANCIA EN EL HOSPITAL

 Manuel Pacheco

Mérida, Editora Regional de Extremadura, Col. Rescate, 2021, 309 págs.

Edición en introducción de Luis Alfonso Limpo Píriz

    Luis Alfonso Limpo Píriz (Olivenza, 1958) es licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Bellaterra, Barcelona. Es archivero-Bibliotecario del Ayuntamiento de Olivenza desde 1989 y Cronista Oficial de la ciudad desde el año 2000. Entre otras distinciones, es correspondiente de la Academia de la Historia de Portugal (2016), de la de las Bellas Artes de San Fernando (1998) y de la Real Academia de Extremadura de las Artes y las Letras (2009). Ha sido promotor de diversas iniciativas para fomentar el acercamiento y diálogo entre las culturas portuguesa y española, como los Encuentros de Ajuda (1985) o la revista Encuentros/Encontros (1989-2004); bajo su impulso se creó el Fondo Bibliográfico Portugués y de Estudios Ibéricos, dentro de la Biblioteca Pública Municipal de Olivenza. Traductor de los sonetos de Florbela Espanca (Charneca en flor, Editora regional de Extremadura, 2013) ha reunido lo esencial de la poesía de Manuel Pacheco en la antología Arpa dulce, rota, sonámbula (2020). Como historiador ha editado diversos repertorios que facilitan el acceso a las fuentes, y traducido parcialmente Napoléon et l'Espagne, obra cumbre del historiador francés André Fugier (La Guerra de las Naranjas: Luciano Bonaparte en Badajoz, 2007). Su producción bibliográfica profundiza verticalmente en el pasado de Olivenza, sin perder de vista la dimensión horizontal y el engarce de lo monográfico con contextos más amplios, bajo el principio de soslayar la evasión erudita hacia el pasado, sino privilegiando el servicio y compromiso con la sociedad y el presente.

   Ahora la Editora Regional de Extremadura publica en su colección Rescate Diario de mi estancia en hospital al cuidado de Luis Alfonso Limpo, una de las primeras obras en prosa de Manuel Pacheco (Olivenza, 1920- Badajoz, 1998), uno de los nombres imprescindibles de la literatura extremeña de la segunda mitad del siglo XX no incluida en la edición de Obra en prosa (1949-1995) preparada por Antonio Viudas Camarasa aparecida en la ERE en 1995. En la introducción a la presente edición (“La muerte y la doncella. Experiencia y creación en Manuel Pacheco”), el editor dilucida en origen del diario en unos episodios biográficos del escritor: “Consiguió un puesto como descargador de vigas en un almacén de maderas. Por aquel trabajo le pagaban una miseria. Hubo de ofrecerse también como descargador de vagones en la estación de ferrocarril. A pesar del cansancio que le provocaban estos duros oficios, por las noches se quedaba leyendo hasta que le vencía el sueño. Día sin leer, día perdido. Fue en el verano de ese año, 1942, cuando le sobrevino el principio de úlcera de estómago que motivó su ingreso y estancia de dos meses en el Hospital Provincial, narrada día a día en las páginas de este texto que rescatamos del cajón de sus inéditos […] La filosofía de la muerte, un hondo pesimismo de raíz existencialista, impregna el Diario desde su primera a su última página. Sorprendente, esa precoz afinidad de Pacheco con las corrientes literarias y de pensamiento que prevalecerán en Europa al término de la II Guerra Mundial. Heidegger definió al hombre como «ser para la muerte» y a la vida como «relámpago entre dos oscuridades». Pacheco dice que el hombre es «un muñeco que tiembla sobre la corteza de un grano de arena» y la vida «una sombra que se extingue apagada por otra sombra». Si la peste es el trasfondo de la meditación filosófica de Camus, en Pacheco será la tuberculosis, enfermedad no menos contagiosa y cruel. El Diario es como un parte de bajas. Si no supiéramos que se limita a dejar constancia de lo que sucede a su alrededor, a la manera de un corresponsal de guerra, diríamos que es un escritor de gusto tenebrista. La muerte, con la que el poeta convivió tan de cerca, es en Pacheco una realidad omnipresente no trascendida por ninguna esperanza redentora. La esperanza es para él «una flor engañosa», su perfume «veneno para la humanidad” [pp. 15-16]. Reproducimos una de las entradas del diario.

 Septiembre, 19

   Pasan los días tristes, monótonos, iguales. Me asfixio entre estas blancas pa-redes viendo estos espectros, estos harapos humanos, jirones de cosas castigados por todas las enfermedades. La leche y los huevos me hastían. El estómago le va cogiendo repugnancia a estas comidas en líquido. Deseo que el médico me cambie el plan. El estómago no me ha vuelto a doler. Ya no tengo calentura. Leo y escribo bastante. Lejos de la realidad, me sumo en el bálsamo bendito de los sueños. Sólo al ver estas salas blancas y frías, a estas camas y pobres hombres acostados en ellas, veo donde vivo. Estoy en el Hospital, donde traen los despojos de esta mentira que se llama vida, donde vienen harapos humanos en busca de remedio a sus males, quejas, rostros amarillentos, miembros paralizados, gritos, penas, miserias, dolores. Viendo esto diariamente me asfixio. La piedad se apodera de mí y siento pena por estos muñecos que sufren. Envenenados por los sufrimientos, en vez de desear la muerte, que es el eterno descanso, desean la vida. ¡Qué miserable y débil es la constitución humana! Siempre implorantes, los ojos fijos en el misterio pidiendo gracias. ¡Ese es el hombre! Un muñeco que tiembla en ésta que es en el espacio infinito menos que un grano de arena. Lo ignoto, lo misterioso, la muerte, la nada, el miedo al más allá, es lo que deshonra al hombre y lo hace miserable, débil para enfrentarse con la vida” [pp. 55-56].

domingo, 12 de diciembre de 2021

Deslices y dislates

DESLICES Y DISLATES

   Aliquando bonus dormitat Homerus: “Incluso el buen Homero duerme a veces” aseguraban los comentaristas clásicos cuando encontraban un error en sus obras  (básicamente, cuando hacía combatir a un guerrero cuya muerte había narrado en un canto anterior). Este capítulo contiene un repertorio de dislates poéticos de naturaleza dispar: empeños frustrados, malvadas erratas, disparates  léxicos. Pues si bien es cierto que los poetas son los escritores que suelen llevar al límite expresivo todas las potencialidades que una lengua tiene inseminadas, también lo es que el poema no tolera errores (que la prosa hace menos visibles: baste pensar en los numerosísimos despistes cervantinos en el Quijote que no merman un ápice de su valor como obra fundacional). Entre ellos, no consideraremos, naturalmente, las “afirmaciones falsas”, pues, en realidad, el escritor comparece en el poema como actor, por lo que la voz poética que habla en él pertenece también a la ficción, y así Francisco de Quevedo puede empezar un soneto diciendo “Hijos que me heredáis ...”, cuando sabemos que murió sin descendencia (su único heredero fue un sobrino, Pedro de Alderete, que le correspondió editando pésimamente su obra). Hay, sin embargo, otros casos, en que ninguna explicación puede enderezar el entuerto.

   En un apartado titulado “Tontología” de la revista Carmen que Gerardo Diego dirigía durante los años veinte, el poeta santanderino incluyó una desafortunada cuarteta de uno de los más grandes poetas del siglo XX, don Antonio Machado (“Ni vale nada el fruto / cogido sin sazón, / ni aunque te elogie un bruto / ha de tener razón”). Todo esto es cierto, pensaría Diego, pero con obviedades no se elabora un poema.

   Uno de los más conocidos romances de García Lorca es el que comienza “Las piquetas de los gallos / cavan buscando la aurora”. En este par de versos, el poeta granadino homenajeaba al Poema de Mio Cid, en que se describe el amanecer con un verso precioso (o preciso, pues en poesía ambos adjetivos suelen ser sinónimos); “Apriessa cantan los gallos e quieren crebar albores”. Lorca entendió que “gallos” era el sujeto tanto del primer verbo como del segundo, de modo que los gallos, además de cantar, rompían el amanecer (por eso los identificó con “piquetas que cavan”), cuando, en realidad, el verso solo dice “cantan los gallos y está a punto de romper la mañana”. Un caso curioso en que una lectura errónea está en el origen de un arranque lírico brioso.

   En una de sus más conocidas, y peores, rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, éste confiesa a la amada que “poesía eres tú”, mientras “clavas en mi pupila tu pupila azul”, pero azul (o verde o marrón) solo puede serlo el iris, la pupila siempre fue negra.

   Dos conocidos escritores nos han dejado memoria de cómo eran asediados por jóvenes en busca de un ansiado apadrinamiento. Heine recibió dos poemas de un escritor novel para que le diera su opinión. Él cogió uno, lo leyó, y afirmó rotundo: "No le quepa la menor duda: el otro es mejor". Mark Twain, redactor de una revista literaria, tuvo que leer una poesía muy mala enviada por un “espontáneo” y titulada “¿Por qué vivo?”. La devolvió con una nota al pie: “Porque envió la poesía por correo en lugar de entregármela personalmente”. En sus memorias (El cuento de nunca acabar, 2009), Medardo Fraile cuenta que por los años cuarenta del pasado siglo un epigramista, Juan Pérez Creus, aconsejaba a Francisco Loredo, un afamado especialista del oído, tras la publicación de su último libro de versos: “Pon, Paco, a las musas coto. / Abandona la poesía / y dedícate a la oto /rinolaringología”. También Pedro de Lorenzo fue víctima del mismo epigramista burlón cuando publicó su tercera novela tomando para ello un verso de Pedro Salinas, Tu dulce cuerpo pensado (1947), una demorada y premiosa incursión en el tema amoroso con una prosa poética sin apenas desarrollo narrativo: “Tu dulce cuerpo pensado / una gran errata tiene. / Al participio pasado / l está sobrando una ene”.

   La presencia de erratas en los libros parece una enfermedad irremediable (aunque no llegue al punto de un poemario del mexicano Alfonso Reyes, del que un crítico afirmó: “Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañado de algunos versos"). El asunto ha llegado a ser objeto incluso de una monografía, Vituperio (y algún elogio) de la errata (Renacimiento, 2002), de José Esteban, quien confiesa cómo introdujo intencionadamente en un poema de Ramón de Garciasol dedicado a la esposa dormida, repleto de amor y ternura, una mínima variante que no solo destrozó el último verso (“Y Mariuca se duerme y yo me voy de putillas”), sino que arruinó la composición entera. Pero hay más casos.

   De cierto poeta chirle decían sus más furibundos críticos que era tan malo que hasta las erratas mejoraban sus poemas. No era una apreciación exagerada: en cierta ocasión escribió “conocía Arabia palmo a palmo” (un verso correcto sin más); el impresor convirtió esta afirmación anodina en un hallazgo poético: “conocía Arabia palmo a palma”, algo que provocó un disgusto monumental en el buen hombre.

   Pablo Neruda en Para nacer he nacido recuerda que Altolaguirre, director de una revista y una editora con el mismo nombre, “Litoral”,  publicó a un versista rimador cubano un libro de poemas, elegantemente impreso, con la siguiente errata: donde debía decir "Yo siento un fuego atroz que me devora" el impresor cambió radicalmente las preferencias eróticas del poeta al reproducir "Yo siento un fuego atrás que me devora" (parece ser que el poeta tiró todos los ejemplares al mar).

   Hasta un poeta tan enfermizamente meticuloso como Luis de Góngora acierta al describir al desdichado pretendiente de Galatea, el cíclope Polifemo, cuando recuerda que “... un ojo ilustra el orbe de su frente”, pero el gigantesco pastor parece olvidarse más delante de su mitológica singularidad (“o derribados de los ojos míos”).

   En una novela póstuma de Roberto Bolaño, 1999, el escritor chileno recoge de otra obra (Museo de errores, de Maz Sengen) algunos deslices divertidos: “La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria” (Gaston Leroux), “¡Vámonos”, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas” (Zola), “El Duque apareció seguido de su séquito, que iba delante” (Daudet), “Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega” (Balzac), “Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo" (Henri Zvedan), “Tenía la mano fría como la de una serpiente” (Ponson du Terrail).

    Nadie parece librarse de la devastadora epidemia de errores y erratas, y sin embargo tampoco ellas han podido con la fuerza expresiva de esta singularísima manera de comunicación humana en que las palabras parecen, cuando las erratas lo permiten, recién creadas por el hombre: “Dale al aspa, molino, / hasta nevar el trigo...”.

 

jueves, 2 de diciembre de 2021

Entorno claro

  

ENTORNO CLARO

Haikus, Jaiquillas

Carlos Medrano

Mérida, Editora Regional, Col. Poesía, 2021, 73 págs.

    La vida de Carlos Medrano (Salamanca, 1961) ha transcurrido entre Extremadura -su tierra de formación vital y literaria-, Valladolid y Mallorca donde reside desde hace 25 años y es profesor de secundaria. Ha publicado algunos libros: un inicial Corro (Badajoz, 1987), Las horas próximas (Badajoz, 1989), los cuadernos o plaquettes A lo breve (Mérida, 1991) e Imágenes, encuentros (Valladolid, 1996). Tras un cierto periodo de silencio creativo y desconexión insular, en septiembre de 2010 abre un blog llamado Isla de lápices donde ha ido recogiendo su nueva obra escrita desde entonces y otros materiales anteriores. Al margen de otras colaboraciones previas, en los últimos años ha participado en una antología de poetas vallisoletanos, Sentados y de pie, 9 poetas en su sitio (Fundación Jorge Guillén, 2013) y publicado en edición no venal Donde poder volver (Don Benito, 2016). Entorno claro, que ahora publica la Editora Regional de Extremadura, recoge una serie de breves poemas situados en una tradición de la que el poeta da cuenta en un epílogo. En él cita referentes como Antonio Piedra, Francisco Pino o los tankas de Ángel Campos que recogen, con una expresión minimalista (aquella que no puede ser mejorada por la eliminación de algún componente), textos sucintos que captan una mirada a la naturaleza asociada a una emoción tácita o expresa. La naturaleza recogida en los poemas de Carlos Medrano pertenecen a lugares en que vivió (Valladolid, Soria, Yuste y la Vera y Artà, en Mallorca), casi siempre radiante, pero también destructora (tormentas y riadas, seísmos, tsunamis…), que pueden leerse en ocasiones como textos francos (“Ondean penachos / amarillos de juncos / altivos, libres”), pero con mayor frecuencia aparecen hilvanados trazando un sutil desarrollo lineal, pues “la particularidad de este libro consiste en que los poemas que lo forman van escritos en haikus enlazados. Es decir, en un momento dado surgió escribirlos en una sucesión que permitía un poema con un desarrollo mayor al de la imagen puntual contenida en tres versos, capaz así de albergar una reflexión, una pintura más amplia, una escena lograda con una suma en varios tiempos” [Epílogo, pp. 70-71]. Partiendo siempre de la contemplación de la naturaleza (que Guillén condesó en un pentasílabo: “Mira. ¿Ves? Basta”), el poema se abre así a un abanico de sensaciones personales o reflexiones íntimas. Reproducimos uno de los poemas en que ocho haikus enlazados “relatan” la subida a la cima de una montaña y el descenso (subes, cima, altura, “Otro es quien baja”).

CITA

Sin la montaña

no podría la nube

rozar la hierba.

 

Cuando a ella subes

el aire que te envuelve

es la memoria.

 

Y es más profunda

el ala que hacia adentro

toca y te abisma.

 

Desde la cima

la mirada descubre

cada minucia.

 

En ti se unen

la senda y el aroma

de lo que vibra.

 

La voz callada

que en esta lejanía

la altura atiende.

 

La luz persiste

en el trazo imprevisto

de la palabra.

 

Otro es quien baja

y recibe en silencio

la transparencia.