LAS LÁGRIMAS DE
SAN LORENZO
Julio Llamazares
Madrid,
Alfaguara, 2013, 193 págs.
Tras los relatos
de Tanta pasión para nada (Madrid,
Alfaguara, 2010), Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) publica en la misma
editorial madrileña Las lágrimas de San
Lorenzo, una novela intimista y melancólica ambientada en Ibiza en las
horas de la noche de un diez de agosto en que un padre y un hijo han salido del
hotel para contemplar las Perseidas o “lágrimas de San Lorenzo”. Bajo el mismo
epígrafe repetido (Otra, otra, otra, otra…), van sucediéndose los recuerdos del
protagonista desde que siendo niño su padre lo llevó en una pequeña aldea de
León a ver este mismo espectáculo nocturno. Tal vez, su hijo haga lo mismo
cuando él haya muerto, lo que le lleva a recordar el verso de Homero “Como la
generación de las hojas, así la de los hombres…”, pues las vidas humanas son,
al fin, efímeras como estrellas fugaces (y amargas como lágrimas), que
corren raudas dejando una breve estela a su paso antes de desaparecer por
completo. Esta es la intuición nuclear, más poética que narrativa, que está en
el origen de la novela, expresada de tal modo que en muchos lugares
permitiría su reproducción en verso (“La noche tiembla como las estrellas; la
caracola inmensa del mar es ya una caja de resonancia contra la que choca el
mundo. Suena una sirena lejos. No es de esta tierra, sino de otra: la tierra de
los desaparecidos”).
Si
bien esto es lo que considera al protagonista, ya anciano, en su camino de
vuelta, a los niños, en cambio, es preciso contarles la leyenda de otro modo
(como hizo su madre con él: los seres queridos, al fallecer, se convierten en estrellas fijas).
“-¡Mírala!...
¿La ves allí?... ¡Aquella que luce tanto!...
Mi madre insiste hasta que lo consigue. Desde
el corredor de casa, esa galería abierta que recorre toda su fachada y en la
que por las tardes se sienta a
conversar, mientras cosen y miran el paisaje, con la abuela, me muestra en el
firmamento la estrella del abuelo, que acaba de morir. Es primavera y todo
bulle a nuestro alrededor, como si a la naturaleza no le importara nada lo
sucedido.
Mi madre
me ha traído al corredor para enseñarme la estrella del abuelo, que se acaba de
encender según me dice, pero yo sé que lo hace para alejarme del comedor donde
mi padre y sus cuatro hermanos velan su cadáver yerto, junto al que mi abuela
llora”[p. 27]
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