EL
TESORO DE LA ISLA
Juan
Ramón Santos
Mérida,
De la Luna libros, 2015, 254 págs.
Codirector del aula literaria “José Antonio
Gabriel y Galán” (y coordinador de las demás aulas literarias de la región),
Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), se dio a conocer con una compilación de
textos breves titulada Cortometrajes
(Mérida, Editora Regional, 2004), al que siguieron El círculo de Viena (Gijón, Llibros de Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Mérida, Editora Regional,
2009) y Palabras menores (Mérida, De
la Luna libros, 2011), además de colaborar en libros colectivos como Relatos relámpago (2007) y Por favor, sea breve (2009). En 2010, la
editorial pacense Del Oeste Ediciones publicó su obra más ambiciosa, Biblia apócrifa de Aracia. En 2014 De la
Luna Libros publicó un poemario, Cicerone.
Ahora, la misma editorial publica su segunda
novela, El tesoro de la isla, cuya
trama, de tensión indeclinable, arranca en una tarde de junio cuando Santi
Alcón y sus amigos penetran en el edificio en ruinas de su antiguo colegio y
descubren la sala de la biblioteca repleta de libros polvorientos. Este
hallazgo sorprendente le llevará a conocer un ámbito invisible para la antigua
ciudad provinciana y a unos personajes singulares que parecen haber surgido de
las páginas de un libro al que la novela ha decidido homenajear ya desde el
título (La isla del tesoro, pero el
número de referencias literarias expresas o tácitas es muy alto): Juan Plata el
Largo (Long John Silver), los piratas sedentarios absortos en su
autodestrucción, y en Labriegos, a Beatriz y Constante, todos ellos, marginados
sociales, cuyo infortunio acaba convirtiéndose, al modo romántico, en símbolo
de libertad. En el curso de sus aventuras, el protagonista irá comprendiendo,
en la vida y en los libros, que el mundo es mucho más complejo que el que
reflejaban sus preferencias infantiles. Reproducimos un fragmento en que una de
las lecturas da al joven una lección impagable.
“sin saberlo, acababa de dar con la clave de
El desierto de los tártaros. Así
comprendí que el teniente Drogo se parecía a Constante, a Beatriz, a mí, a
todos y cada uno de los hombres, que la Fortaleza se parecía no ya a Labriegos
o a ninguna otra comarca o lugar, sino al mundo entero, que el desierto era el
futuro, el ataque de los tártaros, una de las innumerables figuras en las que a
menudo se manifiesta la esperanza, y que, a fin de cuentas, como la
interminable estancia del teniente en la frontera, la vida muchas de veces, si
no la mayor parte de ellas, no era más que un paréntesis vacío, una larga
espera sin sentido ni fin, y quizá fue también entonces, en ese brevísimo
instante de lucidez en medio de la oscuridad, cuando empecé a vislumbrar que la
Literatura era mucho más que mis admirados relatos de aventura y de misterio, y
que los libros, además de una fantástica forma de entretenerse, era una poderosa
herramienta para acercarse al mundo y a la vida, para contemplarlos y tratar de
comprenderlos, una herramienta que, como poco a poco iría descubriendo, quería
aprenderá a manejar a toda costa” [p. 210]
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