Resulta sorprendente cómo las
palabras a veces son livianas, ligeras, ingrávidas (y gentiles, como pompas de
jabón). Por ejemplo, las que emplea Rafael Alberti en un poema que daría título
a un libro (“Todo lo que por ti vi, / -la estrella sobre el aprisco, / el carro
estival del heno, / el alba del alhelí-, / si me miras para ti”). Y a veces,
esas mismas palabras se cargan de un peso ominoso y terrible, como las que cierran el
estudio de Hannah Arendt (Eichmann en
Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal): “Y del mismo modo
que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban
compartir la tierra con el pueblo judío ni con otros pueblos de cierta nación -como
si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no
habitar el mundo-, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de
la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la
única razón, por la que has de ser ahorcado”
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