lunes, 26 de marzo de 2018

El verano del Endocrino


EL VERANO DEL ENDOCRINO

Juan Ramón Santos
Tenerife, Baile del Sol, 2018, 219 págs.

   Nacido en Plasencia en 1975, Juan Ramón Santos es Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas y autor de novelas, relatos y libros de poesía. Fue Fundador de la Asociación Cultural Alcancía, de Plasencia, y desde 2005 coordina con Nicanor Gil el Aula de Literatura “José Antonio Gabriel y Galán”. Desde 2015 ocupa la presidencia de de la Asociación de Escritores Extremeños y es, asimismo, el Coordinador de las Aulas literarias de la región. Como escritor, se dio a conocer con una compilación de textos breves titulada Cortometrajes (Mérida, Editora Regional, 2004), al que siguieron El círculo de Viena (Gijón, Llibros de Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Mérida, Editora Regional, 2009), Palabras menores (Mérida, De la Luna libros, 2011) y Perder el tiempo (Mérida, De la Luna libros, 2017), además de colaborar en libros colectivos como Relatos relámpago (2007) y Por favor, sea breve (2009). Como poeta, ha publicado Cicerone (De la Luna libros, 2014) y Aire de familia (Sevilla, La isla de Siltolá, 2016). Asimismo, es autor de dos novelas: Biblia apócrifa de Aracia (Badajoz, Libros del Oeste, 2010) y El tesoro de la isla (De la Luna libros, 2015).
   Ahora, la editorial tinerfeña Baile del Sol publica su tercera novela, El verano del Endocrino, cuya trama se sitúa en un territorio por el que nos habíamos movido en novelas anteriores: Labriegos y el embalse del Cárdeno, Pomares, Aldeacárdena, Ochavia… y ciertos personajes proceden asimismo de Biblia apócrifa de Aracia y de El tesoro de la isla: el maestro de escuela, Constante, que ahora es el narrador de la historia, el zapatero Trancón…, contribuyendo así a la erección de un universo propio y familiar. Pero, como en los títulos citados, también es un espacio impregnado de literatura con constantes referencias y guiños a otros autores y a otras obras. Ya desde las primeras páginas la trama se aproxima al arranque de varias novelas de Gonzalo Hidalgo Bayal (un forastero llega a una aldea o una ciudad), especialmente con uno sus títulos, Paradoja del interventor. Las similitudes son tantas que no pueden leerse sino como un homenaje: ambos personajes son forasteros que “caen” de repente en un entorno urbano en el que nadie (ni siquiera el lector) conoce su nombre ni su oficio ni su condición, de modo que acabarán por ser conocidos por un apodo nada definitorio (una palabra que le han oído pronunciar), y ambos generarán en ese entorno la expectación de los enigmas. Pero pronto su distinto talante hará que la trama diverja: frente a la apatía “existencial” del personaje de Bayal, el Endocrino se embarca desde un principio en iniciativas que le granjearán un cierto reconocimiento en la aldea: consigue elucidar el “caso” de las gallinas que su amo encuentra reducidas a un amasijo de plumas ensangrentadas, el de la desaparición de la talla de la Virgen de  la Jara de su ermita justo el mismo día en que se celebra la romería y el del joven que cae con su automóvil al embalse (cuya solución intuye pero no puede aclarar)… En posteriores encuentros casuales de sucesivas salidas conocerá al peregrino compostelano a quien acompaña durante una jornada (y que le mostrará la belleza de los conocimientos botánicos), vivirá la aventura de los boy scouts saldada con una humillante derrota, compartirá agua y comida con el vigilante forestal que en su torre lía cigarrillos estupefacientes uno tras otro, con el guarda de la presa degradada que cuenta la historia de su construcción una y otra vez… para acabar descubriendo, junto con un cabrero, que la tierra ha detenido su movimiento de traslación alrededor del sol.
   De las numerosas referencias a otras obras y autores, sobresalen por su número y su calado los guiños cervantinos, comenzando por la condición excéntrica del protagonista y la dudosa sensatez de su comportamiento (“más allá de las dudas sobre su lucidez o su locura”), las madrugadoras salidas de la aldea procurando no ser visto (“el Endocrino escapaba furtivamente de Labriegos entre solares sin vistas y callejas sin ventanas, más en busca de dehesas desiertas que de huertos bulliciosos”) y los regresos (como confirma de modo palmario el texto que citamos al final de esta entrada), los recorridos rurales sin meta y los escenarios campestres, la estructura episódica (aventuras autónomas sin apenas relación entre sí), el despropósito de sus propósitos, la estación del año (El Quijote se ambienta en un interminable verano en que llueve levemente una sola vez, como sucede en este verano del Endocrino), el humor… y, en fin, la concepción del tiempo.
   Distingue Rafael Sánchez Ferlosio entre dos concepciones temporales: el tiempo adquisitivo en que cada instante cobra sentido en el siguiente, en que el vivir se ordena con un fin pues se ha sometido a un proyecto (el tiempo que  late, por ejemplo, en la trama de El Lazarillo de Tormes basada en el medro a cualquier precio) y el tiempo consuntivo, en que cada momento se agota en sí mismo, un tiempo sin finalidad, como el que subyace en la mayor parte de las aventuras de El Quijote. Uno de los personajes de la novela, el zapatero Trancón, permite ejemplificar el paso de uno a otro. Como se nos dice, el zapatero tuvo numerosos clientes durante la construcción del embalse en que la población de las aldeas de alrededor creció notablemente: era preciso atender al desgaste del calzado que sufría tanto en las fatigosas tareas como en los momentos de ocio (juegos de niños, danzas de adultos…), pero luego, una vez terminada la presa, los obreros abandonaron con sus familias tanto el pueblo del zapatero, en donde apenas residen ahora unos pocos vecinos, como los pueblos de alrededor, dejándole numerosos pares de zapatos que no pasaron a recoger. El zapatero prosiguió tercamente en su tarea, arreglando unos zapatos con otros, perseverando en un oficio que ahora nadie demanda, sumido en ese otro tiempo sin propósito alguno, convertido en un obrero singular que recuerda a otros personajes de Paradoja del interventor, de Gonzalo Hidalgo Bayal (autor de una lúcida presentación de la novela de Santos): el muchacho que atiende una cantina sin bebedores, el guardabarreras que acude a diario a su caseta cuando ya no pasa ningún tren, el afilador cuyo trabajo nadie reclama, el barquillero tras una ruleta a la que nadie juega… Parte de las aventuras de la trama de El verano del Endocrino se suceden sin relación causal entre ellas, en este tiempo sin propósito, y será el zapatero el que con sus inextricables profecías lo ponga en el camino de abordar la más quijotesca (o caballeresca) de las aventuras que lo llevará a conocer a los tres ancianos ensimismados de Traspuestas, al Maestro alemán que asierra sus libros para acomodarlos en las baldas de su librería, al Fauno sordomudo que guarda un rebaño de cabras, y al perro tuerto de su primer caso en Labriegos, que, como sucede en El coloquio de los perros, le contará sus andanzas “picarescas” y lo guiará hasta la cueva en que al fin podrá enderezar ese gigantesco “entuerto”.
   Comunicada en un registro culto de amplios periodos oracionales con una marcada predilección por el léxico campestre, la novela no exhibe tesis ni explícitas ni tácitas y su originalidad se asienta en la excentricidad de sus personajes (en que se mezclan las facetas verosímiles y fabulosas) y en la imprevisibilidad del desarrollo de la trama, pero su orientación, claramente existencial, tiene que ver con el sentido de la vida humana enfrentada a los enigmas de una realidad que oculta recelosa sus mensajes.
   Reproducimos un fragmento que evidencia la fascinación por el universo cervantino: como Don Quijote en varias aventuras, el Endocrino cae al suelo con su montura (una bicicleta prestada) rematando así con un nuevo fracaso una descabellada salida de la aldea.

   “Aunque aparatoso, el accidente no tuvo mayores consecuencias para el ciclista que un brazo magullado, varias contusiones y arañazos en la barbilla, las rodillas y el costado y un amargo sabor a sangre y tierra seca que fue expulsando a escupitajos de la boca mientras volvía a casa. Más grave era, sin embargo, el estado de la bicicleta, que acabó con el manillar torcido, los frenos flojos y la rueda delantera ahuevada, pero se  la habían prestado y no le pareció oportuno abandonarla allí, a su suerte, en mitad del monte. Por eso no tuvo más remedio que emprender el regreso a pie, con una leve cojera, arrastrando a duras penas la bicicleta, que se negaba a mantener la línea recta y rodaba oscilando rítmicamente de arriba abajo como, si también cojeara o como si le hubiese entrado de repente el hipo. En tan lamentables condiciones habría tardado varias horas en llegar al pueblo de no haber tenido la suerte, dentro de su desgracia, de encontrarse con un vecino que regresaba a casa en tractor  y que, haciendo una no pequeña obra de misericordia, los recogió a ambos, bicicleta y ciclista, en el remolque y los llevó silbando feliz hasta la plaza” [p. 48].

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