CORÓNICAS DE INGALATERRA
Una visión crítica de Londres
Eduardo Moga
Madrid, Varasek Ediciones, 2016, 307 págs.
Eduardo Moga (Barcelona, 1963) es autor de una dilatada trayectoria poética que arranca
con Ángel mortal (1994) y La luz oída («Premio
Adonáis», 1996) y ha sido recogida en una antología reciente El
corazón, la nada (Antología poética 1994-2014),
con prólogo de Jordi Doce. Pero Moga es también un notable prosista que ha
cultivado el libro de viajes en títulos como La pasión de escribil
(2013), una selección de entradas de su bitácora, Corónicas de Ingalaterra, con el título de Corónicas
de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España) (2015),
y los ensayos De asuntos literarios (2004),
Lecturas nómadas (2007), La poesía de Basilio Fernández: el
esplendor y la amargura (2011), La disección de la rosa (2015)
y, recientemente, Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos otros sitios) (2016).
Ahora, la editorial madrileña Varasek Ediciones publica en su colección On the Road Corónicas de
Ingalaterra. Una visión crítica de Londres, que recoge entradas de su blog
escritas entre septiembre de 2013 y noviembre de 2015, fruto de su estancia en
la ciudad y, más tarde, de sus frecuentes regresos a ella. El resultado es un
minucioso reflejo de una urbe a la vez diversa y difícil, con innegables
atractivos (intachable respecto a sus tradiciones, riquísima oferta cultural, museos
gratuitos, jardines recónditos, multiculturalismo en todos los ámbitos) y
numerosas facetas irritantes (duras condiciones climáticas, aglomeraciones
constantes, distanciamiento y falta de empatía de sus habitantes que ellos
consideran “estoicismo”, carestía de la vivienda), y es en este sentido en el
que ha de entenderse el sintagma “visión crítica”; esto es, ecuánime, generosa
en el reconocimiento y radical en la
censura, además de exhibir unas notables dotes de observación en una mirada
aguda y bienhumorada.
Martes,
28 de julio de 2015
Vuelvo a Londres
“Cuando llegamos a Heathrow, ya ha anochecido.
Comprobamos enseguida la diferencia de temperatura: en España hemos pasado tres
semanas en un horno de pizzería, y aquí rondamos los quince grados. Los que han
cometido la imprudencia de no cambiarse los shorts
por unos pantalones largos, lo sufren agudamente. Al día siguiente, otra
comprobación me confirma que estoy de nuevo en Inglaterra: el cielo está gris;
el fresco del día se gira a frío por la noche, y hasta chispea. Para los
ingleses, hace calor; para mí, ha llegado el invierno. En la ciudad me asaltan
los innumerables ciclistas y runners:
todos circulan con su habitual determinación, poseídos por la pasión de la
salud. Al cruzar el Támesis por el puente de Alberto, veo a dos cuervos
disputarse, a graznidos y picotazos, el cadáver de una platija depositada en el
fango de la orilla. Más allá, en la ribera sur, los edificios del nuevo
complejo residencial de Battersea siguen creciendo: las cuatro chimeneas
blancas de la central eléctrica están completamente envueltas por andamios, y a
su alrededor brotan las estructuras como hongos gigantescos. Al lado de casa,
los italianos se siguen reuniendo en Capitán Corelli para comer pizza, hablar
alto y jugar a las cartas. Delante del restaurante hay aparcado un Rolls
dorado. Siento una melancolía suave: me gustaría estar en España, sí, aunque
fuese a cuarenta grados; me gustaría seguir charlando con los amigos, algo que
aquí apenas tengo oportunidad de hacer; me gustaría seguir comiendo bien, y
paseando por calles y lugares que forman parte de mi vida, porque forman parte
de mi pasado. Pero también celebro esta extrañeza que aún me produce Londres,
la belleza de los parques, la delicadeza de las mujeres, los rincones infinitos
e incitantes. Quizá debería sentirme afortunado por tener dos casas. Aunque, cuando
estoy en una, siempre deseo estar en la otra” [pp. 277-278]
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