PEREIRA
Pereira,
capital del departamento de Risaralda situada en los valles de los ríos Otún y
Cauca, es la ciudad más poblada del eje cafetero (unos 700 000 habitantes si se
cuenta toda el área metropolitana). La carretera baja en fortísimas pendientes
y numerosas curvas desde los 2200 metros de altura de Manizales a los 1400 de
Pereira entre interminables cafetales y bosquecillos de guaduas (también
llamadas cañazas o tacuaras). El mismo día de nuestra llegada y tras alojarnos
en dos hoteles (los pagaban facultades distintas), dimos una charla en la Universidad Tecnológica de Pereira,
moderada por el escritor y profesor de la Universidad Rodrigo Argüello (quien, más que moderar, se dedicó a exhibir
cuánto sabía de narrativa colombiana decimonónica), en la que intervine
brevemente (tengo comprobado que cuando en un acto participan creadores y
críticos el público prefiere, con toda razón, escuchar a los primeros). La sala
estaba abarrotada de chicos y chicas, la mayoría vestidos con la camiseta
amarilla de la selección colombiana, que permanecieron en sus asientos hasta
cinco minutos antes de que empezara un Colombia-Brasil, partido que vimos
mientras dábamos cuenta de un asado colombiano regado con cerveza (rubia, roja
y negra, todas extraordinarias). Perdió Colombia por dos a uno.
Al día
siguiente, visitamos la Plaza de Simón Bolívar, la Catedral de Nuestra Señora
de la Pobreza y varias librerías de lance, en las que compré un solo libro (de
Federico García Lorca, en una edición al cuidado de Guillermo de Torre de 1952
que incluía tres “prosas póstumas”) pues
sabía que, como pasó en el viaje anterior que hice a Colombia, me vendría con
un montón de libros regalados y dedicados (más de cuarenta en esta ocasión).
Por la
tarde, el director del Departamento de Español, Arbey Atheortúa Atheortúa (con un nombre común en Colombia y
apellidos vascos) nos llevó en el audi de su ex esposa a Santa Rosa de Cabal,
un pueblo en cuyas proximidades se encuentran unas piscinas termales situadas en
las laderas del Nevado del Ruiz a donde llegamos ya de noche. Con un bañador
prestado y el lío de pantalones, cortavientos, camisa, zapatos con los
calcetines y el móvil dentro, me acerqué a la pileta a la que caía un chorro de
agua hirviendo que surgía del subsuelo volcánico, todo ello iluminado por unos
potentes focos en cuyo halo se fundían la niebla nocturna de la montaña y el
vapor del agua caliente. Metidos todos en la piscina (Susana, Arbey, Eduardo y
José Manuel) nos tomamos un par de cervezas por barba cuidando de que las
salpicaduras de las zambullidas del Duende
Josele no cayeran dentro de las latas.
A la
mañana siguiente volamos a Medellín. Entre ambas ciudades hay unos 195
kilómetros y estaba previsto que los hiciéramos por carretera atravesando el
hermoso valle del Cauca y varias estribaciones andinas, pero un corrimiento de
tierras, que inutilizó un carril de la carretera, lo desaconsejó. En el
aeropuerto, una bellísima policía colombiana me quitó un mechero y me dijo con
los brazos cruzados y mirada escrutadora: “Deme también el otro”. “No llevo
más”, le respondí con entonación firme y resuelta (y sí, llevaba otro, en el
bolso, y me quedé sin ninguno). Con parecidos malos modales a Eduardo Moga le confiscaron
en El Dorado, el aeropuerto de Bogotá, un desodorante que había “volado” por
toda Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario