EL CAMELLO DE ORO
José Antonio Ramírez Lozano
Madrid, Carpenoctem, 2018, 79 págs.
José Antonio Ramírez Lozano
(Nogales, 1950) ha desarrollado de modo paralelo una nutrida trayectoria de
poemarios, libros de literatura infantil y juvenil (aparecidos en editoriales
como Edelvives, Alfaguara, Algaida, Kalandraka, Anaya, S. M. o Hiperión) y
narraciones que comparten motivos repetidos y similares predilecciones
formales. Objeto de numerosísimos galardones (Azorín, Claudio Rodríguez, Juan Ramón Jiménez,
José Hierro, Blas de Otero, Ricardo Molina, premio de la Crítica Andaluza o los
extremeños Ciudad de Badajoz, Felipe Trigo o Cáceres de novela corta). Su obra en
prosa se inició con Don Illán
(Orihuela, 1978), una narración corta con algunas de claves de su mundo
narrativo, a la que han seguido otros muchos títulos.
Ahora, la editorial madrileña Carpenoctem publica El camello de oro, una novela cuya trama
se sitúa en los años de la crisis de la construcción en España para dibujar un
panorama delirante y caótico en que ciertos empresarios logran seguir medrando
mediante la demolición de urbanizaciones ilegales al tiempo que se producen
miles de desahucios, pero este propósito testimonial es superado por el talento
fabulador del narrador que presenta a unos constructores católicos obsesionados
por las contradicciones entre sus proyectos empresariales y el mensaje
evangélico y en especial con la cita bíblica de los ricos y la gloria y las
agujas y los camellos. Convencidos finalmente de que “en pecado solo están los
pobres”, los planes de la sociedad “Creyentes Reunidos” pasan por llevar a la
práctica la cita evangélica en una deriva argumental imprevista repleta de
humor y hallazgos verbales, en que uno confiesa haber llegado a la fe por una iluminación pitagórica según la cual el mundo
estaba regido por el número tres (por ello tenía tres coches, tres casas y tres
mujeres), en tanto otro recuerda las ranas sagradas del baptisterio de su
iglesia, más que bautizadas, tan semejantes a
los cristianos (“si nosotros creíamos en Dios, ellas croaban en Dios.
Total qué más daba”).
Reproducimos un fragmento en que uno de los empresarios y su esposa
discuten sobre el sentido de otro pasaje evangélico
A Teresa le hubiese gustado tener un par de hijos. Toda la vida
cumpliendo con los mandamientos para que a fin de cuentas no le diera un hijo
Dios, le parecía una injusticia. En aquella cama había habido mucho catecismo y
poco amor. Todas las noches a vueltas con la teología de su marido, que hasta
se soñaban con el infierno y las pesadillas de los dogmas.
-Tengo miedo, Ginés –se le quejó esa
noche.
-¿Miedo a qué?
-A la avaricia. ¿No será la avaricia
la nuestro, Ginés?
-Lo nuestro es trabajo y nada más que
trabajo. A ver por qué se te vienen a la cabeza esas tontadas teniendo fe como
tienes.
-Por lo del Evangelio. Por la
parábola.
-¿Qué parábola?
-La de los talentos.
-Pero si tú no tienes talento ninguno,
hija mía. Anda, duérmete.
-Que no. Que los talentos son monedas.
Lo digo por lo de enterrarlos que dice la parábola.
Ginés Vadillo era un hombre previsor. Aprovechando el recurso de la
pala, había hecho un hoyo en su parcela y había enterrado en él sesenta mil
euros en billetes de quinientos. Teresa lo sabía.
-Dice la parábola que un hombre dio a
sus siervos un talento a uno, y dos y cinco a otros dos. Y que a su vuelta,
estos dos los habían invertido y multiplicado, pero el primero enterró el único
el único que le había dado y non le sacó provecho. Entonces dijo el hombre, que
se supone que es Dios, que le quitasen el que tenía y que lo arrojasen a las
tinieblas y que allí sería el rechinar de dientes. Y eso es los que haces tú
por la noche, Ginés, rechinar y rechinar, que no hay quien duerma.
-Tonterías, Teresa –se revolvía
Vadillo-. Las parábolas hay que saber interpretarlas. Cuando dice talentos
quiere decir virtudes o cualidades. Dios le ha dado al hombre capacidades como
la de trabajar y enriquecerse, la de curar enfermedades o la de tener hijos.
-Entonces es esa, la de tener hijos la
que hemos metido en un hoyo. Un talento improductivo, que Dios nos va a echar
en cara, Ginés.” [p. 14].
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