EL SÍNDROME DE DIÓGENES
Juan Ramón Santos
Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2020, 81 págs.
XXXIX Premio de Narración Corta Felipe Trigo
Nacido en Plasencia en 1975, Juan Ramón Santos es Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas y autor de novelas, relatos y libros de poesía. Fue Fundador de la Asociación Cultural Alcancía, de Plasencia, y desde 2005 coordina con Nicanor Gil el Aula de Literatura “José Antonio Gabriel y Galán”. Desde 2015 ocupa la presidencia de de la Asociación de Escritores Extremeños y es, asimismo, el Coordinador de las Aulas literarias de la región. Como escritor, se dio a conocer con una compilación de textos breves titulada Cortometrajes (Editora Regional, 2004), al que siguieron El círculo de Viena (Gijón, Llibros de Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Editora Regional, 2009), Palabras menores (De la Luna libros, 2011) y Perder el tiempo (De la Luna libros, 2017), además de colaborar en libros colectivos como Relatos relámpago (2007) y Por favor, sea breve (2009). Como poeta, ha publicado Cicerone (De la Luna libros, 2014) y Aire de familia (Sevilla, La isla de Siltolá, 2016). Asimismo, es autor de tres novelas: Biblia apócrifa de Aracia (Libros del Oeste, 2010), El tesoro de la isla (De la Luna libros, 2015) y El verano del endocrino (Baile del Sol, 2018). En la web web www.planvex.es, bajo el título “Con VE de libro”, mantiene una sección dedicada a la reseña y recomendación de lecturas.
El síndrome de Diógenes es una novela corta que ganó el año pasado
el premio de narración Felipe Trigo de su modalidad. Su trama arranca con la
decisión del protagonista-narrador, un profesor de instituto, de perseguir a
ladridos a las ancianas de la localidad en la que vive. Este comportamiento
delirante lo convertirá en el corro de las habladurías de los vecinos, lo aleja
de su hijo, el único eslabón que le une a un matrimonio roto y, en una deriva empecinada
y funesta, es expulsado de trabajo y del entorno laboral para aislarse de todos
(“opté por acudir sólo y solo por las tardes”) hasta aproximarse a un destino
de perro callejero, un auténtico seguidor de Diógenes, que va a conocer, a través
de una aplicación de móvil, a otros seres también cínicos que conciertan citas
para mantener relaciones sexuales sin prolegómenos, auténticos apareamientos,
en uno de los cuales, el protagonista morderá a un competidor y acabará en la
cárcel (en donde conoceré otro destino canino, el de perro apaleado). La trama
traza así una aventura existencial, la de un antihéroe del abandono, de la
renuncia, pero también desde una perspectiva lúcida e ingeniosa y una prosa
amplia y precisa contiene una denuncia social, pues es, al fin, su propio entorno
(vecinal, familiar, laboral) el que lo condena al aislamiento.
Emparentada con El verano del endocrino, la novela
proclama su huella kafkiana (el desarrollo narrativo pormenorizado y lógico a
partir de un episodio propio de la literatura del absurdo), su relación con la
figura legendaria del filósofo griego (que ha pasado al título), pero también
es posible encontrar otras huellas: la locura quijotesca del protagonista, la
narración picaresca de El coloquio de los
perros (en ambas, un perro relata en primera persona sus andanzas), en una
obra que, de un lado, rezuma literatura por todos sus poros, y, de otro, se nos
presenta como una narración profundamente original y reconocible de su universo
narrativo.
Reproducimos un fragmento que
ofrece una singular simbiosis espacio/personaje, cuando el protagonista
deambule, mientras pierde su condición humana, por los arrabales de una ciudad
que pierde en ellos su condición urbana.
“… me dediqué a vagabundear por las calles, a explorar, sin objetivo
alguno, la caótica cartografía de mi ciudad, labor que decidí comenzar por el
extrarradio, pues cada vez me sentía menos cómodo por el centro. Allí me sabía
observado. En unos casos, por mis antecedentes. En otros, por mi apariencia,
cada vez más desaliñada, por mi barba, cada vez más larga, y por mis modales,
cada vez más agrestes. Notaba que me miraba, que hablaban de mí en las
esquinas, en las panaderías, en las terrazas de los bares, y aunque debería
haberme dado igual, me fastidiaba. Por eso opté por alejarme todo lo posible
del corazón de la vida ciudadana, unas veces echándome al monte con la mochila y
una vara a modo de cayado, otras deambulando por barrios periféricos, dejados
de la mano del Ayuntamiento, separados por páramos geométricos, abortos de
urbanización sembrados de basura en los que conocí innumerables formas de
marginalidad y de inmundicia y donde mis cada vez más frecuentes y marcados
ademanes caninos pasaban casi inadvertidos, camuflados en el catálogo de
rarezas propias de unos yermos cuyos únicos habitantes eran rastreadores de
chatarra, absentistas escolares, individuos enjutos de turbios propósitos y
dementes de diversa índole hundidos en sus sordas tribulaciones”. [pp. 50-51].
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