LITTLE BEACH
Adalberto Agudelo Duque
Pereira, Secretaria de Cultura, 2019, 152 págs.
Premio Nacional de Novela Aniversario Ciudad de
Pereira
Autor de libros de cuentos, poemarios, ensayos y novelas, Adalberto Agudelo Duque (Manizales, Caldas, 1943) ha sido premiado en Colombia (es el escritor más premiado del país), México y Estados Unidos. Como novelista, su trayectoria arranca en 1967 con Suicidio por reflexión, a la que siguieron otros títulos como De rumba corrida (1999, premio nacional de novela Tierra de promisión), Abajo en la 31 (2007), Toque de queda (2008), Pelota de trapo (2009, premio nacional de novela Ciudad de Bogotá). Tanto sus poemas como sus relatos han sido recogidos en numerosas antologías, entre ellas una en la que tuve ocasión de colaborar (Estrechando círculos, una antología de narradores extremeños y caldenses aparecida en 1999) y en 2009 uno de los títulos citados, Toque de queda apareció en Transmutaciones, antología de literatura colombiana al cuidado de Antonio María Flórez aparecida en la Editora Regional de Extremadura.
En 2019, la
Secretaría de Cultura de la ciudad de Pereira publicó la novela ganadora del
concurso “Aniversario Ciudad de Pereria”, Littel
Beach, cuya trama arranca cuando el protagonista, Blind Horse, montado en
su caballo White Wind, llega a un villorio (Little Beach) que asciende por la
ladera de una montaña (el Big Hill), con una playa fluvial junto a un río
represado. En la calle principal hay un saloon,
una herrería, el tugurio del enterrador, el despacho del sheriff con calabozo
adjunto para borrachos y cuatreros, el casino, pistoleros armados con winchesters
y Colts 45, un periódico (The Homeland)… Su misión es rescatar a un hombre
encarcelado en la jail de la aldea. Nos
encontramos, por lo dicho, en un territorio conocido por todos, el western, que ha llegado a todas partes
en una paraliteratura de consumo popular, en las películas de Hollywood y en el
cómic. ¿Nos encontramos, por tanto, ante un remake
de una novela (o un guion) del western? De ninguna manera. El escritor parte
del esquema de estas historias de consumo popular durante décadas, es cierto,
pero para ennoblecerlas con una narración de una notable originalidad y una
notabilísima calidad literaria (como también hicieron Cormac McCarthy, Morris o
los hermanos Coen, por citar autores de la literatura, el cómic o el cine),
pero, además, sus propósitos son otros. Ya es significativo que la naturaleza
que se describe poco tenga que ver con las desiertos páramos del oeste
americano (o con la estepa castellana y el desierto almeriense donde se rodaron
docenas de películas), sino con la exuberante y violenta naturaleza colombiana
y que los indios que deambulan por las calles sean “indígenas de la Nación
Chiba” (oriundos de Colombia). No. Las operaciones de destacamentos del
ejército, los enfrentamientos con bandas de pistoleros, las emboscadas, las
balaceras, las prostitutas asesinabas por una vaga acusación de delación, el
asesinato de testigos camuflado de suicidio, el fraude electoral, la amenaza a
la prensa… están apuntando a la realidad colombiana. Comprendemos que el
escritor ha recurrido a un género literario popular como estructura narrativa
sobre la que montar una novela que denuncia el ejercicio casi impune de la
violencia que ha contaminado a todos los niveles del poder político. Consigue
con ello, como aconsejaban los formalistas rusos, un efecto de extrañamiento
(una de las características de la “literariedad”), que actúa agrandando el
tiempo de percepción del mundo narrado y potencia la eficacia de la denuncia,
pues narra una historia y oculta otra que el lector debe reconstruir en la
lectura.
La
dedicatoria inicial, “A todos los periodistas asesinados por decir su verdad, especialmente a Orlando
Sierra Hernández” (subdirector del periódico La patria, de Manizales, asesinado por un sicario) y la nota final “Entonces
se desató la matanza” remiten a un caso real que conmocionó a Colombia (con
numerosos asesinatos ordenados por poderosos para obstaculizar el proceso) y enriquece
la solidez de una trama que, al fin, se ajusta a una realidad terrible y
sangrienta. Reproducimos uno de los capítulos, que parece interrumpir con
anacronismos el desarrollo de la trama (los caballos de repente han sido sustituidos por
motocicletas de gran cilindrada y monovolúmenes de lunas tintadas), pero que
vienen a confirmar el sentido “contemporáneo” de lo narrado.
“Vinieron
en manada, montados en sus motos, metiendo miedo con el ruido y la algarabía. A
dos de ellos los sacaron de sus camas, a empellones, a golpes, a gritos. Más
que obligarlos a vestirse los vistieron a la fuerza con los trapos que tenían a
la mano. Los subieron de parrilleros en los aparatos y se perdieron con ellos
noche adentro.
A otro lo recogieron en los extramuros huyendo por callejones oscuros, escondiéndose en los porches, buscando el agujero más negro donde nadie lo reconociera. Resistió varios días hasta que lo cazaron durmiendo entre mendigos, drogadictos, asaltantes... Lo metieron en una Trooper reluciente, negra, de vidrios polarizados, siempre presente, siempre lista.
A uno más
lo siguieron durante meses. Lo rastrearon en una cantinucha de mala muerte y
buena vida, ahíto de fugas, fatigado de beber y de matar.
Los
encontraron cerca de Fisher Point en una gran explanada que llaman Grassing
Placea Asesinados. Torturados hasta el último aliento. Estaban atados con alambres
de púa, de dos en dos, espalda con espalda. Formaron con ellos un solo cuerpo
de horror y sevicia apenas imaginable en la mente de un loco. Al primero le
arrancaron los ojos. Al segundo le cosieron los labios. Al tercero le
cercenaron las orejas y al cuarto le facturaron las tibias y los peronés de
ambas piernas. No tenían, como dijeron, un cartel que señalara responsables,
castigos y causas. ¿Para qué más avisos? No vea. No hable. No oiga. No huya. Al
fin de cuentas todos en el condado son prisioneros en sus propios ranchos” [cap.
VI, pp. 73-74].
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