LO
QUE NO TIENE NOMBRE
Piedad
Bonnett
Bogotá,
Alfaguara, 2013, 130 págs.
Nacida en Amalfi (Antioquia, Colombia,
1951), Piedad Bonnett es licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de
los Andes, en la que desde 1981 imparte clases. Como escritora, ha cultivado la
poesía, la novela (con títulos como Después
de todo, 2001, Para otros es cielo,
2004, Siempre fue invierno, 2007, El prestigio de la belleza, 2010 y Lo que no tiene nombre, 2013, todos
ellos publicados por Alfaguara), el teatro (Gato
por liebre, Que muerde el aire afuera, Sanseacabó, Se arrienda pieza y Algún día nos iremos, montadas por El
Teatro Libre bajo la dirección de Ricardo Camacho) y la crítica literaria.
Como poeta, ha publicado ocho obras: De círculo y ceniza (Ediciones Uniandes,
1989), Nadie en casa (Simón y Lola
Guberech, 1994), El hilo de los días
(Norma, 1995), Ese animal triste
(Norma, 1996), Todos los amantes son
guerreros (Norma 1998), Tretas del
débil (Alfaguara, 2004), Las
herencias (Visor, 2008) Explicaciones
no pedidas (Visor, 2011)y Los habitados (Visor, 2017, XIX premio de poesía “Generación del 27”.
Lo que no tiene nombre arranca con la
visita del matrimonio, Piedad y Rafael, a la habitación de Daniel, en un bloque
del Upper East Side de Nueva York, de cuya azotea su hijo se ha arrojado al
vacío. Ha sucedido lo que Paul Auster recuerda en una cita inicial, eso que les
ocurre a los demás y que nunca pensamos que nos sucederá a nosotros. Lo que
sigue es la reconstrucción de una vida joven torturada por la enfermedad
mental, un muchacho protegido por una familia desvelada y rota también por el
dolor, y finalmente desmoronada por tantos esfuerzos baldíos que han logrado
retrasar pero no impedir su encuentro con la muerte. Un delgado hilo
de dolor atraviesa estas memorias en que las pobres palabras logran alcanzar,
como afirma Luis García Montero, “los lugares más extremos de la existencia”,
unas palabras que son, considera la autora (es decir, la madre) en un ilusorio “envío”, “la poca
sangre que puedo darte, que puedo darme”. Reproducimos un fragmento en que la
escritora tiene que enfrentarse a uno de tantos momentos difíciles.
“Algunas horas después de su muerte mis
hijas me llamaron para consultarme si autorizaba la donación de sus órganos.
Por un momento me estremeció el recuerdo de su cuerpo de deportista, la belleza
que, real o no, me hacía mirar a mi hijo con secreto orgullo y encantamiento, y
susurré un no desesperado. Me
hicieron ver que sería un gesto mezquino, que un ser deseoso de vida podría
salvarse con su corazón, con sus pulmones. Entonces asentí, y sentada al borde
de la cama me dispuse a oír a la persona encargada de tomar mi declaración. Del
otro lado la que hablaba era una mujer y su tono era dulce y firme a la vez.
Siempre pasa que una voz crea un rostro imaginario, y yo pensé en una cara
morena, la de una mujer gruesa de ojos grandes y compasivos. A continuación
escuché serenamente sus condolencias, las formalidades de la ley, sus
agradecimientos anticipados y, luego, una lista impensada de órganos, que iban
mucho más allá de su corazón, sus riñones, sus ojos.
-La piel de la espalda.
-Sí.
-Los huesos de las piernas.
-Sí.
Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía. La vida es física”. [pp. 23-24].
Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía. La vida es física”. [pp. 23-24].
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