LAS NUECES DEL MÁS ALLÁ
José Antonio Ramírez Lozano
Mérida, De la luna libros, Col. Lunas de Poniente,
2020, 73 págs.
José Antonio Ramírez Lozano
(Nogales, 1950) ha desarrollado de modo paralelo una nutrida trayectoria de
poemarios, libros de literatura infantil y juvenil (aparecidos en editoriales
como Edelvives, Alfaguara, Algaida, Kalandraka, Anaya, S. M. o Hiperión) y
narraciones que comparten motivos repetidos y similares predilecciones
formales. Objeto de numerosísimos galardones (Azorín, Claudio Rodríguez, Juan
Ramón Jiménez, José Hierro, Blas de Otero, Ricardo Molina, premio de la Crítica
Andaluza o los extremeños Ciudad de Badajoz, Felipe Trigo o Cáceres de novela
corta), su obra en prosa se inició con Don Illán (Orihuela, 1978), una
narración corta con algunas de claves de su mundo narrativo, a la que han
seguido otros muchos títulos, como Gárgola
(Cátedra, 1985), Titirimundi
(Ediciones Libertarias, 1987), La gran
oca (Melinchón / Stábile, 1990), La
Historia Armilar (Aguaclara, 1991), La
derrota de los fabulistas (Aguaclara, 1994), Animañas (ERE, 1995), Bata de
cola (ERE / Libertarias, 1995), El
birrete de papel (Diputación de Badajoz, 1996), Las argucias de Frestón (Algaida, 1997), Letanías de San Garabito (Algaida, 2000), Los reinos de Artemón (Algaida, 2001), El capirote púrpura (Algaida, 2003), Iscariote (Algaida, 2005), La
flor del toronjil (Junta de Castilla-León, 2007) La oca de oro (Menoscuarto, 2008), El sueño de la impostura (KRK, 2009), Las manzanas de Erasmo (Algaida, 2010), Habas contadas (Diputación de Badajoz, 2010), El crimen de Ampurio Pinto (Diputación de León, 2012), El domador de zapatos (Diputación de
Badajoz, 2015), El relojero de Yuste
(Ediciones del Viento, 2015), Los celos de Zenobia (Pretextos, 2016), El camello de oro (Carpenoctem, 2018) y Un calcetín lana rojo (Menoscuarto, 2019).
Ahora,
la editora emeritense De la Luna libros publica
en su colección Lunas de Poniente una compilación de seis relatos emparentados
entre sí por el espacio en que sitúan sus tramas (el pueblo de Monsalud) y el
hecho histórico que abordan de modo central o periférico, la guerra civil, recordada
en relatos que se corrigen mutuamente y en los que sobresalen una portentosa
imaginación, el humor y la poesía.
Reproducimos el arranque del primero de ellos (“La exhumación del
Caudillo”).
I. LA EXHUMACIÓN DEL CAUDILLO
El de Monsalud fue un tiempo camposanto sin nichos
donde pastaban las vacas del concejo. Entraban por el portillón de la muralla y
rumiaban las matas de achicoria y los pepinillos del diablo que brotaban junto
al osario. Pero respetaban las tumbas terrizas de los parroquianos pobres y
olisqueaban las flores que sus deudos dejaban junto a la cruz de palo sin
llegar a probarlas. Y eso por más que estuvieran frescas, recientes del día de
Tosantos. Ni las rosas ni los crisantemos, los animalitos ramoneaban sólo los cardos
y magarzas, esas flores profanas que daban una leche caliente y espesa que las
vacas iban regando con sus pezones por las tumbas, como un hilo de vida que
tramara aún el tiempo de la dicha.
El
camposanto de Monsalud no era entonces más que un corralón abierto contra la
muralla del castillo, paredaño de una iglesia a la que subían a rezar los parroquianos.
Tiene el pueblo Monsalud —así lo canta el
romance de ciego— cuatro calles, dos aceras/ y un castillo en lo más alto/ al
que suben por su cuesta/ los difuntos cuando mueren/ y los vivos cuando rezan,
/ que juntos no suman más/ de novecientos ochenta.
Desde que
en 1821 los echasen del suelo de la iglesia, los difuntos habían tenido que
irse enterrando bajo el calizo. Una zanja por muerto, que cavaba el enterrador
y que no regaba otra agua que la del responso. Un sembrado de cruces encaladas
sin más cosecha que el olvido.
—A mí
no me traga la tierra, María de la Concepción —le confesó Don Justo Bernáldez a
su doña con la solemnidad de un designio.
Don Justo
Bernáldez y Melgar era un hombre de fortuna y acomodo que había más de mil
fanegas de dehesa y para tierra le bastaba con la que tuvo en vida.
—Deja
de pensar en eso, Justo —se santiguó ella—. Mira que es pecado de soberbia.
—Yo
quiero un nicho contra la muralla —determinó—. Un panteón como el que doña
Salomé tiene en la Almudena, Concha. Tú vendrás conmigo; no quiero que te coman
las ratas.
El de don
Justo fue el primer y único panteón del camposanto. Un marmolista de
Almendralejo le tomó las medidas. Cuatro cuerpos con sus lápidas rematadas por
una cruz en su cornisa que le daba un aire de templete.
Aun así,
las vacas seguían entrando y hubo que ponerle coto. Por eso le encargó una
verja al herrero. Y quiso la fortuna que tuviera otros de su parte. Porque fue
rematar la obra y seguirle Juan Ramírez en su empeño. Este tal Ramírez mandó
abrir dos nichos bajo la muralla y luego Marisa Cuenda otros dos sobre
aquellos. De manera que a primeros del siglo pasado eran ya más de cincuenta
los nichos y no parecía de recibo que las bestias pastasen en los campos de
Dios.
—Una
sola y no más, —concluyeron los del concejo sea la del enterrador que cobra de
mano de la Muerte y ha de mirar por la
vida.
La vaca de
Cisco, el enterrador, se llamaba Nina y era una vaca ciega que rumiaba las
flores que los deudos traían por noviembre. Una leche la suya que sólo bebía
Cisco, por del diablo como la tenían. Lo que los vivos no sabían era que los
huevos que vendía el enterrador eran de las gallinas que anidaban en los nichos
vacíos de las murallas. Tres pollitas habadas que picoteaban los brotes verdes
de acerones y a la noche acudían a poner en los huecos.
Y en los
nichos siguieron empollando hasta el año treinta y seis. Mas no sin
sobresaltos. Por entonces el cementerio estrenó la tapia recién encalada que da
al castillo. Contra ella cayeron fusilados Jesús Ramos, un hijo de la Martina
Sanz y las hermanas Suárez, devotas ambas, acusadas de proveer de tabaco a los rojos
de la sierra, tan vecina su huerta como la tenían. La estampida del trallazo
delató a las gallinas en su alboroto y esa misma tarde del veintiuno de octubre,
san Hilarión, cayeron las tres en la olla. Claro que, con ser rancho escaso el
suyo para todo un regimiento, no se conformaron con ellas y descuartizaron
también a Nina, cuyos huesos fueron a dar sin distingos en la fosa misma de los
fusilados [pp. 13-15].
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